El tiempo hace lo suyo, le
escuche decir en días pasado a una vieja amiga, de esas que ya no existen y si
existen ya no se acuerdan prácticamente de nada. Habló de todo un poco, las
arrugas en su rostro dejaban ver el sol, el miedo y el hambre. No hubo tiempo para risas, entonces comprendí que estaba lejos de las ciudades urbanizadas,
asfaltadas y hechas a la medida de las cárceles del progreso y la fortuna que
se escapa por los aires violentos de sus calles y avenidas. Entendí que la
guerra es un medio, un fin en sí mismo para quienes gustan de contar los
muertos en los noticieros y hacer epígrafes rimbombantes en las paredes
digitales, en las murallas invisibles de las redes sociales.
Los humanos en Colombia hemos
perdido la altura de nuestros actos, nuestras palabras se escuchan huecas,
hemos sofocados las angustias en las mentiras ordenadas por capítulos en los libros
de historia, hemos pasado de ser actores a ser víctimas de quienes organizan a
diario una lista interminable de desfachateces ideológicas; sabemos que la
tierra está herida, nuestros corazones están destrozados, el mundo tiene hambre
de amor, de honestidad, de Shalom, de alegría, de risas sinceras, de abrazos
entre quienes se odian y buscan la forma de acallar a esos demonios que nos
impiden escucharnos, por ello pienso que hace falta sentirnos hijos de una
misma madre, hermanos de un mismo árbol, remeros de un mismo barco llamado
Colombia.
Creo que todos somos capaces de
comprender en lo más profundo de nuestra conciencia que el perdón es posible,
que amar a nuestros enemigos es la roca donde el cristianismo se forjó como
doctrina de la reconciliación. No se trata de un perdón político, tampoco se
trata de que tengamos que amar al Otro producto de un significado religioso, se
trata de entender a los Otros en la dimensión del saber, de comprender nuestras
debilidades y fortalezas, de entender que este mundo puede llegar a ser el
reflejo de la música oculta que hay en nuestros espíritus.
No entiendo entonces, me decía un
estudiante, si todos dicen creer en Jesús el Cristo, el hombre, el Dios del
perdón, no concibo cómo el sábado o el domingo la gente se reúne en sus templos
a clamar gozos de “paz”, y alzan sus manos hacia Dios en comunión con todos:
católicos, cristianos, testigo de esto o testigos de lo otro, en fin… sería un
sinfín renombrar a todas las congregaciones religiosas que creen en cristo y lo
buscan. Pero el lunes muy de mañana, esos mismos cristianos, corren a sacar de
sus entrañas toda suerte de maldiciones en contra de su prójimo: ¡que locura!
La guerra o la paz, pregonan unos
mientras los otros aguardan en silencio, entretanto en una esquina del mundo vociferaba un
joven quiero que haya guerra, quiero que nos matemos todos; sus ojos estaban cargados
de maldad, pero era la maldad del ignorante, era la rabia del estúpido, del
incapaz de reflexionar, era yo mismo escuchándome en silencio, éramos todos
esperando la muerte de una forma cruenta; eran los del Sí y los del No, por
ello me decidí a escribir este pequeño texto, con el único propósito de
escucharme a mí mismo decir, que si es posible el perdón, el reencuentro, EL
ENEMIGO SOY YO del soldado, del guerrillero.
Estamos en medio de una obra de
teatro donde todos dicen lo que quieren decir, pero solitario, en una esquina
el niño de la parábola sabe la verdad de todas las cosas, luego entonces, debemos
seguir al niño que existe en nuestro interior, seguirlo a todas partes hasta
que por fin él sepa que estamos dispuestos a perdonarnos, e irnos con el viento
a donde fondean los barcos que traen consigo a los poetas de la liberad…