domingo, 21 de mayo de 2017

¿Pueden los cuarenta ladrones hacer un juicio ético y moral a Alí Babá?

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Este escrito tiene como origen dos situaciones. La primera, es un diálogo con un amigo, que planteaba la inutilidad de hablar de la ética en el contexto o la cotidianidad de los colombianos. La segunda, es un programa que emitieron hace unos días sobre la violencia y el desconocimiento de la autoridad y por ende la falta de respeto en los colegios colombianos, donde la conclusión fue que esto se debía al exceso de derechos y los pocos deberes para los jóvenes, inscritos en el Código de infancia y adolescencia.
Pues bien, en un país donde lo que se despliega constantemente es: la corrupción, el delito, el crimen, la desigualdad social, la impunidad, la injusticia y, todo cuanto fenómeno contrario a lo ético y lo moral pueda pensarse, es lógico que el pesimismo se apodere de la reflexión o el pensamiento.
Sin embargo, no podemos quedarnos en el pesimismo inactivo, sino pasar a ese pesimismo activo, que permite hacer una crítica profunda a lo que vivimos los colombianos. Parece por lo que vemos que el carácter antiético de nosotros se volvió un éthos, una costumbre -sé que algunos dirán que ellos son éticos, morales y siguiendo a Aristóteles hombres buenos. Empero, no hacen ninguna diferencia-. En este sentido, podemos afirmar que al individuo y al sujeto colombiano se le ha formado desde hace unos treinta años para ser una persona con unos valores que permiten germinar esas prácticas antiéticas que planteamos anteriormente.
Podríamos preguntarnos entonces, por las políticas educativas que se han implementado y se siguen implementando. Estas solo hacen que los niños, niñas y jóvenes tomen todo desde el facilismo, donde nada requiere de esfuerzo, disciplina, rigor, voluntad férrea. La educación se ha encargado de preparar fuerza productiva, es decir, se ha dedicado llevar a los individuos a una sola esfera: la económica. Para nadie es un secreto que en esta esfera lo ético y lo moral no tienen cabida, puesto que lo importante es la productividad y la ganancia que permite a cada uno poseer los bienes materiales que lo llenen de felicidad.
Esto no solo se desarrolla en el colegio, también se despliega en las universidades. El egresado debe recuperar el dinero invertido en su preparación como sea y al costo que sea. Trabajar dieciséis horas, tener poca vida social, no tener tiempo para sus hijos –cuando los tiene-, privarse de divertirse y otras tantas cosas que posterga, bajo el lema: ya habrá tiempo para la diversión y el descanso. Pobres humanos, se dedican a negar la vida como diría Nietzsche. Ya no es la religión la principal fuente de la negación de la vida, ahora tiene una competencia mayor: el trabajo.
Si la población tiene todos los elementos que hasta acá hemos mencionado, cómo puede dedicarse a pensar y juzgar las acciones de los otros y, sobretodo de sus gobernantes. Estos han hecho dos cosas: educarlos en la ignorancia –y nosotros los maestros tenemos responsabilidad en la realización de este fin-, y ocuparlos trabajando para una sociedad consumista, donde eres feliz entre más consumas.
Si el pueblo tiene las mismas prácticas antiéticas de sus gobernantes es lógico que no puedan juzgarlos. Recuerden el pasaje bíblico donde unos “buenos hombres” iban a apedrear a una mujer, y el maestro les dijo: quién esté libre de pecado, lance la primera piedra. Dice la escritura que nadie lo hizo. Acá sucede lo mismo, se escuchan voces de protesta, pero jamás un juicio, nunca un pensamiento que destruya lo establecido.  
En este orden de ideas, el pueblo colombiano no tiene el criterio moral ni ético para juzgar a quienes sabe lo someten, lo degradan, lo venden, lo mancillan. Por lo tanto el llamado a los maestros, profesores, docentes, catedráticos, el nombre que quieran darles, sean de escuelas, colegios o universidades, es formar a los jóvenes que lleguen a nosotros en un gran antivalor: LA DESTRUCCIÓN. Es necesario destruir los valores que tiene la sociedad actual, las instituciones que la mantienen y dar forma a una nueva sociedad.
Es imperativo formar el hombre-artista, que lleve en su éthos la relación sana con los demás, con los otros y lo otro, que acepte que cada uno es una forma de la manifestación mágica-milagrosa de la vida. Que su pensamiento cobije a todos para conocer y comprender las consecuencias de las acciones y propenda por potenciar su vida, la vida de los otros y lo otro. No con sofismas engañosos como los actuales, sino con el ejemplo y la práctica diaria. Si el maestro no es ese hombre-artista, es decir, un creador constante, es muy difícil que forme en los jóvenes ese nuevo espíritu, capaz de juzgar y derrocar a sus gobernantes.

Somos conscientes que se toma el tema muy someramente, pero lo que buscamos es generar el debate, dar un aguijonazo en el pensamiento dormido y macilento que tenemos. La invitación es hacer un retorno a la filosofía, desarrollando su capacidad heurística o creadora, no repetitiva o innovadora como quiere la academia.