sábado, 17 de julio de 2010

TARDÍOS RECUERDOS




Anoche en mitad de la nada y junto a un cuadro salido de la oscuridad más absoluta, te escribí unas cuantas líneas que no sé, –en verdad– si las pueda llamar, poesía, o poema. Sin embargo un peso inagotable se funde en mis entrañas como si me fuese a romper el alma de una vez y ya. Comprendí que detrás de una obra de arte, por ejemplo, se esconde de alguna manera la voz interior de alguien que clama, y [esta vez] no es en el desierto, sino más bien en estas desiertas calles, que nos convidan a continuar en ellas, hasta que ya no tengamos más a donde ir, y finalmente optemos por morir fácilmente, demudados y caducos. Mirar bajo las sombras de una habitación cualquiera, y en compañía de algunas sombras también tardías, no es fácil, quizá sea porque detrás de toda molestia, se esconde un espíritu tardío, lejano, ausente, demudado, cansado y fugaz. Cuando la música sonaba en aquella habitación, las palabras deambulaban en cada pintura como si fuese ya, la despedida y la muerte total de los allí presentes.


Recuerdo, y pienso que los recuerdos se vuelven quejidos de la existencia cuando no somos capaces de volver a ellos, de la misma manera como aquellas imágenes con sus sonidos nos acogieron inmóvilmente. Lo que recuerdo son las palabras que se aturden en el silencio de la habitación y de alguien que nos interpuso una recurrencia: “[…] ésta música me deja por fuera, del tiempo…” tal vez, si estemos ya, por fuera de todo tiempo, de todo lugar, de todo momento, de toda historia. Y así, no puedo avistar otra cosa, que estamos por fuera de todo alcance, de toda epifonema existencial y sin la excusa adecuada. El movimiento ese tremendo elixir de los sentidos, me hacen pensar que la noche, la cual se movía en su enseda hacia el fin, hacia la hora temprana de las muertes múltiples y directas, era un cajón interminable donde todos moríamos en silencio en un secreto a voces, mientras la criatura dormida soñaba el tiempo.


Bajo aquellos ojos y en silencio, sustraído por la mirada penetrante, me vi como otro animal dentro de sus ojos cortantes y delicados. Despacio muy despacio, los delicados labios se dejaban inundar por la suave lengua, –no podría aclarar cuál será el efecto táctil que sintió ella en aquel instante–, mientras yo tan sólo me veía a mi mismo, en el resplandor de sus ojos fuertitos. Afuera la ciudad lucía en medio del bullicio quedo, como un hospital que se aquieta cuando los pacientes en sus camas duermen su enfermedad, mientras anidan en sus bocas y pensamientos todos, los ríos de aguas que curan las soledad y el encierro. El efecto de la música nos llevaba al precipicio de las palabras, a la oquedad de los pensamientos y, a nosotros mismos nos conducía como a niños hartados de comer golosinas sin detenernos: a un cementerio de esqueletos vivos.


El duro metal que acoge a los visitantes se cuelga ahora como una obra inconclusa, como una tarde que muere despacio y, a dedos. El metal estaba templado como una cortina, como una daga milenaria que nos corta a pedazos cuando ya estamos débiles y dispuestos para la muerte. En este día que avanza como una serpiente de ultra mundo y vital, los ojos se demudan, –entonces– comprendo ,al fin, que prefiero la noche por su aspecto de bruma, donde mis sentidos se comunican con las paredes escuras de las palabras, y la mirada baldía de un animal que nos especta, y huye sobre la mesa hasta caer en una orilla que desconozco, me confirman lo inevitable: que anoche no fue un poema lo que compuse para ti, si no, que creo que son sólo los tardíos recuerdos de la noche que murió.


AUTOR: ARIEL ALBERTO PARRA MIER

LOS INSECTOS DEL TIEMPO


Si aquella tarde los trapecios hubiesen estado solos, la mirada de risa se habría quedado en los lazos tiesos del tiempo. Arquímedes se sentó en el pozo esperando que la noche quitara la coraza de la tortuga, mirando los espacios donde la lluvia fluía con una máscara de nubes en un cielo cargado de incertidumbres. Las estrellas desvanecidas en las concavidades de los ojos reflejaron en la mirada de Amén el desierto que sus pies habían caminado tres siglos antes. Ella dormía junto a una palmera secada por el intenso calor y el sol caluroso de esas eras sin una historia escrita en los papiros de las manos. Creer que Amén estaba soñando, puede hacernos equivocar en la medida en que los sueños se crean en los dedos delgados del viejo Peyaye, mientras come un higo fresco bajo la sombra de un almendro y observa la inquietud de siglos y siglos. Era extraño, pero los labios de Amén estaban precisamente en la coraza de la tortuga, Arquímedes no entendía el color muerto de la concha, el silencio era extremo, y el viejo Peyaye jugaba en los lares de las sendas por donde había caminado el animal sin alcanzarlo, pero lo que ellos no sabían es que Amén esperaba el leve movimiento de un billete, de unas manos sucias o limpias, a ella eso no le importaba. Su piel fresca reflejaba la cinco de la mañana, y los relojes de arena dejaban caer el sonido silencioso del tiempo, connotando el factor intangible de las horas, envejeciéndola por unos momentos y haciéndola niña en otros. Sin embargo, lo que nos importa no es Amén, sino, la escena aquella donde ella se destruía en los barrotes de una soledad acompañada por sombras, sin cuerpos, sin almas, sin risas, sin nada.
En ese principio la soledad era el Todo, se recorría el espacio en un pequeño infinito de dolorosos soles, angustiantes lunas, y las sombras se proyectaban como posibilidades de hombres o mujeres, mientras sus cuerpos se horneaban en los calderos de fuego frío, dejando que las almas se tostaran como hostias de harina fresca. No había risa, sólo un sonido de gritos y balbuceos que hacían que la nada fuera precisamente la incomprensión de lo uno disperso. Las constantes fabricaciones de muñecos nuevos hicieron que el espacio inmóvil se hiciera móvil dejando que el tiempo y la distancia construyeran amores sin cuerpo y sombras sin risas. Fue así como Jana la madre de Lucrecio corrió un día en busca de las flores que asomaban por los senos de las cordilleras, y encontró detrás de las colinas una lontananza verde donde las aves no tenían nombre y el agua no había sido descubierta. Llegó al río donde Juno la preñó y de allí nació Herón, entre las ramas de un árbol que nunca pudo nombrar. Después de varios siglos donde las horas construyeron fábricas de relojes con cuerdas, y la distancia se recorre en automóviles, nada se sabe de Herón quien se acostumbró al olvido de una tumba que fue cubierta por la civilización del concreto y los cantos tecnológicos le susurran a sus oídos muertos. Pero si Amén recuerda a Herón, que la creó en un tiempo de cañones y fusiles, con una noche de truenos y tormentas, donde como no existía el tiempo ni el espacio, no había cabida a ningún concepto de pecado, y mucho menos se amamantaba la idea de la familia, y la sociedad no se nombraba en el lenguaje claro de los hombres salvajes, o de esos hombres en el sentido metafísico de ser hombre. Eso significa que ella sabe que es producto de un sueño realizado en las habitaciones de algún rincón del espacio diminuto que aún no conoce.
Ese martes en la mañana ya todo estaba construido, las avenidas se cruzaban saludándose entre ellas y los pájaros se posaban sobre los techos de los edificios; Sabrina abrió la puerta y salió a la calle en busca de aire pero las ráfagas de viento estaban contaminadas de un humo nocivo, sintió un deseo de placeres inmaculados para alejar aquella pereza por envolverse entre los brazos del fuego, el mismo fuego que la había creado sin que ella se pudiera revelar contra eso. Sabrina era una mujer horriblemente bella, sus piernas delgadas se levantaban como dos columnas de templos antiguos, sus labios tenían un color vívido y en sus ojos se pescaban momentos de infiernos mágicos, que los libros escritos y aún sin escribir jamás contienen ni podrán contener. Sin saberlo ella estaba en la lista de próximas empleadas, en la fila sentía asco de su vida, de seguir viviendo, por ello una mañana intentó romper el embrujo y el sortilegio de su vida. Sin embargo, las golondrinas no dejaron que su alma aún no construida se escapara de su cuerpo aún no probado; abrió el libro del viejo Gamaliel y se encaramó en una existencia de placeres que había atado durante varios años. Los antiguos arcanos consideraron que la humedad de los vellos estaba prohibido para una mujer sin pasado que evocar, que su piel había olvidado las caricias primitivas de un amante inexistente. Todo esto se construía en el momento en que Sabrina sin saberlo, abría la puerta de la calle y se lanzaba a ella sin una ruta predeterminada pero que inconscientemente la sumergía en lo mismo y en la misma habitación de dudas y relatos sin sentidos.
Los caballos se alejaron esa tarde de julio bajo una lluvia soleada y Maño se atrevió a cruzar la calle determinando su historia y la historia de Sabrina, fue entonces cuando en los labios, los ojos, la piel y los dedos de ella creció la evocación de otroros siglos, donde Jana y Juno volcaron la ranura de los relatos huyendo por los ríos demacrados de un desierto colmado de camellos, y Herón secaba en sus manos una tristeza por la muerte de Zilava dejando que Amén llorara por los senos podridos de su madre enterrados en una arena sedosa y caliente. Todas las máscaras se rompieron después de cinco siglos y siete eras, las miradas eviternas de Sabrina y Maño hallaron su antigua historia colgada en una mochila de hilo sobre el anca de una serpiente que cambiaba de piel cada decenio. Dirán que ellos esa tarde fueron amantes, pero tal hipótesis es falsa, pues nunca llegaron a eso. Incluso si Sabrina no hubiese muerto preñada de insectos una noche de júbilo mortal en un lecho duro, y le preguntaras si conoció a Maño, ella diría que no. Incluso si vamos donde Maño y su sordera, su ceguera y su mudez lo permite, el dirá que no conoció a Sabrina. Lo único cierto es que Peyaye sigue frente al espejo dando vueltas a una esfera de barro que gira en torno a un eje invisible, y Arquímedes mira la tortuga alineada junto a la serpiente que carga la mochila.
Amén abre el libro y lee constantemente la historia se fuma un sueño y luego grita en el cuarto abandonado y puramente blanco, donde los barrotes delineados y alineados por la mente y la idea la condenaron a vivir en una habitación de sombras, de cuerpos y nada. Sólo ella los veía y hablaba con ellos, les narraba su historia construida en el instante que leía el libro, les hablaba de su abuelo Remigio, de los caballos y jirafas que tenía en la finca cerca del oasis de Nazurem, y las veces que su abuela Jana corría desnuda por la intemperie de los cielos oscuros y las arenas frescas, en busca de un esclavo negro que dormía en los remotos sueños de Cleopatra. Dice que Herón y Zilava se durmieron un día que los dos corrieron por las aceras de una ciudad desconocida en los tiempos que ella visitaba dormitorios ajenos. Hace algunos comentarios de Sabrina y Maño no como un recuerdo que vivió sino como su próximo relato, su nueva vivencia, su posible encarnación después de alejarse un poco más de la tortuga que la observa descaradamente a través de los papiros del viejo Gamaliel.
Recordarán que los escritos encontrados en las manos del cabo Matías la tarde de invierno, con cielo gris y anuncios opacos, no se escribieron en los talleres de la vieja Quinti, esos manuscritos se perdieron de los cajones del ilustre templo de los tomasinos que cantaban con los labios heridos, porque creyeron que Aristóteles les daba el sentido lógico de afirmar la fe en Dios por medio de la razón. Saber realmente lo que sucedió en los cauces del río Nilo y hallar la cana que desapareció de la cabeza de Moisés, es llegar a saber la verdad sobre Amén y como mientras observa una tortuga dibujada en el papiro puede llegar a ser Sabrina viajando de siglo en siglo, siendo y no siendo. Por eso Amén lee el libro antiguo, las novelas europeas y americanas, lee a los filósofos clásicos, los alemanes, incluso algunos franceses, encuentra que Sabrina también los leyó. Ya la conoce y tiene los dedos, los ojos, la piel, que demostrarán en un tiempo inenarrable que es realmente Sabrina, que su vida estaba cayendo lentamente como una poesía escondida en los fragmentos sólidos del viejo reloj de arena que Cronos da vuelta sin parar, y nadie podrá dudar desde ayer, desde hoy o desde mañana, de su existencia.

jueves, 8 de julio de 2010

POEMAS ENTRE CUATRO PAREDES


ESTRUCTURAS

Cataratas de formas y esencias
Nubes vellosas que humedecen el valle
Ritos de fuego y dolor y miseria de todo
Cavidades oscuras donde emerge la vida.

Si pudiera derramar mis palabras
En la vagina fértil de una mujer extraña
Y ellas se amamantaran de la leche sólida
Para hacer de estas frases una piedra dulce.

Si esa mujer tuviera en sus piernas
Una remota noche del antiguo Olimpo
Y sus labios brotaran un salmo de lenguas
Viajaría en su estigia de sepulcro y cuna.

Las trompetas tronarían en honor a la batalla
Y las frases caerían en una Troya enlagunada
Y mis brazos se fundirían suavemente
En su llanura de espalda y abdomen.

Entonces la poesía tomaría su óvulo fresco
Y caería en un parnaso de suaves carnes
Viajaría por el océano de Ulises sufrido
Y brotaría por la vulva de Circe
Una oda de calles y noches ensangrentada.


I

Amo desde hace tiempo tu cuerpo
De arroz maduro,
Tus ojos de aire y tus labios de espuma,
Te creo dueña del universo.
Te traeré de la noche flores alegres,
Limones, manzanas oscuras
Y cestas silvestres de besos
Para que en tu boca florezcan las palabras y el silencio
Y en tu mirada tus ojos se hagan poesía, canto.
Quiero hacer contigo
Lo que la primavera hace con los cerezos.


VIOLACIÓN

Rompí su virginidad en una noche oscura
Deshonré sus líneas como un bárbaro canalla
Sometí su inocencia blanca a la tortura de mi mano,
¡Pobre pequeña! El viento la hacía golpearme suavemente.
Hoy le pido perdón, ¡perdón!
Por haberla manchado con mi semen negro.

CARTA A UNA PUTA DESCONOCIDA



La tarde suena como siempre con esa melodía sin gracia, el olor suave del café caliente deja una estela agradable a calor, a brisa, a sonrisas, a labios frescos. Sí en pocas palabras, deja tu olor que viaja en un río innavegado. ¿A qué vienen estas palabras? Te preguntarás, la verdad no lo sé, pero si la respuesta más certera me fuese dada la escribiría para calmar tu inquietud y tranquilizar tu alma de mujer. Esa alma que despiertas cuando yaces sumergida en ese océano de frases absueltas que se pierden en el espacio intangible que nos separa, en tus sueños líquidos, en tus labios ardientes, en tu horno de vida.
A veces cuando te observo a través del espejo y te posas sobre mí, como una sombra con peso y olor, como un ritmo primario del edén desconocido, quiero tomarte por las caderas, levantarte como un cáliz sagrado y ofrecerte a Dios antes de consumirte. En esos momentos entonces me pregunto: ¿qué somos tú y yo dentro de los cánones sociales? Y aunque con esas cavilaciones poco profundas por cierto, termino alejándome de ti, retorno a tu mirada como el hijo pródigo para disfrutar de tu compañía, para observar cada vez que cierras y abres los párpados y dejas ver tu pupila, ese pequeño universo que son tus ojos, mientras tus manos y las mías juegan a encontrarse en los caminos invisibles de nuestros cuerpos. Hay momentos en los que hablamos y en otros el silencio mágico revela la insignificancia de las palabras para instantes como ese, la poesía no existe, los filósofos se esconden, los sacerdotes oran, las secretarias se masturban con papel de imprimir, los gerentes se suicidan con cifras y números.
Pero volviendo a que somos, creo que los dos somos una casualidad dentro de las casualidades, hay una razón sin razón que nos lleva a citarnos y perder unas horas juntos. Considero que esa casualidad me lleva a una necesidad que tu logras satisfacer, eres mi necesidad. No sé si el cuerpo tenga necesidad del alma o viceversa, sin embargo, hay horas en las cuales tengo necesidad de oírte, de olerte, de saberte, de saborearte, de mirarte, de poseer tu piel, tus aromas, tus líquidos y todo lo que eres. La causa de todo aunque parezca paradójico es un profundo temor de oírte, de olerte, de saberte, de saborearte, de mirarte, de poseer tu piel, tus aromas, tus líquidos. Como puedes ver tengo necesidad y temor de vos.
Ahora el instante se torna tangible y demasiado concreto, la fábula de los días continúan fraseando los hechos, el recuerdo plasma tu retrato sobre mis sueños, y tu voz es un tatuaje en mis oídos. Cuando te recuerdo me pregunto por vos y esas imágenes que tengo de vos y de las cosa que desconozco de tu vida, cuando nos encontramos hacemos de todo menos conocernos. Tu temes que llegue a conocerte y te escondes en ese caparazón que siempre usas, y yo, bueno, resulto tan difícilmente fácil de conocer, que no asombro nunca a nadie, en cambio vos sos asombrosa desde tus pies a los cabellos, cada cosa te pertenece, eso es irremediablemente tuyo, te perteneces tácitamente, y me gusta que seas así, con todas tus máscaras, tu realidad y tu fantasía, con tus sueños escondidos en quién sabe qué lugares, qué tópicos, qué hemisferios. No puedo hacer nada, vivo construyendo espacios sin lugares para vos, una habitación donde sólo cabe la uña del dedo gordo de tu pie derecho, que por cierto, es más grande que la del dedo gordo del pie izquierdo. Edifico columnas para levantar tu forma y tu figura, últimamente he construido con pedazos de madera una cajita para guardar el sonido que emites mientras hablas. Que pobre soy, al final lo único que tengo son unos cuantos billetes y unas monedas, es la única forma que tengo de poseerte.
Adiós, es posible que mañana cuando abras la puerta esté yo ahí. Y después de un tiempo repitamos el adiós cotidiano del alma y el cuerpo.

LA HUIDA




Había decidido marcharse cuando la cortina se cerrara y la oscuridad flameara en las paredes de la casa. Cojeaba de su pierna izquierda y en su mano derecha llevaba unos guantes de cuero sin pulir; observó por última vez la pica al lado de la cama y, la pala tirada en el suelo de la sala, salió al patio tomó tierra y la guardó en una bolsa negra. Una lágrima danzó por su rostro cayendo al piso formando una diminuta laguna que después de unos segundos la brisa y el calor secaron sin dejar rastro.
Tenía que coger el camino más cerca, dejar atrás cualquier cosa que lo hiciera prisionero, entonces decidió que era necesario correr al campo donde le sería fácil esconderse y, nacer en un medio diferente que no fuera tan trágico como del que huía. Una estrella en el cielo diáfano empezaba su canto de descenso y una luz lívida reflejaba una sombra lacónica que se diluía en medio de los arbustos, las huellas seniles de sus pies se esparcían como el rocío, en una tortura amorosa sobre la arena recién humedecida.
Aquella batalla había sembrado una estela de cadáveres que eran pisoteados por la fría sonrisa de unas enfermedades estériles, que tenían aspecto de alimañas dulces, formadas en un laberinto de oscilaciones anormales, llenando de vaguedades cada tramo de tierra que pisaban. Aún el recuerdo rojo escarlata de la pica que se secaba lentamente y, los ojos de angustia que lo observaban, haciéndolo sentir culpable de cada mirada que se perdía en las fosas de las tinieblas, seguían con él y su marcha; el camino le cantaba la canción del viajero, el canto de su partida.
Por momentos sentía la pérfida alucinación de la noche anterior, librando una lucha feroz por permanecer en la certidumbre acongojada que lo llevaba hasta el final de la jornada, la locura de aquel instante se restregaba en sus evocaciones y, escuchaba las agonías vagabundas de los tiempos postreros, se mantenía de pie con una ilusión radicada con la soberbia de sus propios deseos, desnudando mujeres para luego penetrarlas con la mofa sediciosa del fugaz momento que caía por las sábanas, absorbiendo la hez de frutas podridas y dibujando en sus ideas la horca de cuello dorado. Sus ojos se perdían en la grosería infinita de un cielo manchado y preñado de sueños sin locos, con pintores errantes que matan a dioses vestidos de putas y cabalgan en medio de la danza, llevando una vida de idiotas, de esclavos leprosos que cargan la derrota de los mares perdidos en los desiertos glaciales.
Seguía con la bolsa negra en la mano. La distancia lo observó y un árbol seco se dirigió hasta él, sin perderlo de vista mantenía la esperanza de caer en la destellante bruma de sus días. Antes de llegar al árbol lanzó un escupitajo sobre la tierra como vomitando su propia naturaleza, su propia raíz; era el momento de comenzar a dar el paso final sin poseer ningún remordimiento y ufanado por lo acaecido. Tomó una tira de seda y la llevó hasta una rama, entonó la canción de cuna que su madre solía cantarle en las noches de trueno, hasta que él cumplió treinta y tres años; empezó a crear en su mente las odiseas que había vivido, con el pedazo de seda que sobraba como un ágil artesano elaboró una fina cadena que puso en su cuello.
Vio resplandecer los últimos astros en el orbe, su mirada se opacó con un sueño de abismal descanso, sintió el dedo suave de una mujer invisible que le cerraba los ojos y le narraba una leyenda de viajeros a caballos que huían de la necesidad de morir, sus labios dejaron ver la sonrisa fresca de demonios desnudos, la última sonrisa para luego dejar que un sol diminuto explorara su sueño y dejara que la luz lo despertase, para saber que ya no estaba en el sitio del que había huido. Allí encontró los rostros inyectados de sangre y llenos de angustia que lo hicieron recordar la pica y la pala que dejó abandonadas en la sala y cerca a la cama y, esos mismos ojos lo devolvieron a un árbol seco que poseía un olor nauseabundo, mientras los gallinazos coreaban la canción de la comida y satisfacían su hambre de locura.