Anoche en mitad de la nada y junto a un cuadro salido de la oscuridad más absoluta, te escribí unas cuantas líneas que no sé, –en verdad– si las pueda llamar, poesía, o poema. Sin embargo un peso inagotable se funde en mis entrañas como si me fuese a romper el alma de una vez y ya. Comprendí que detrás de una obra de arte, por ejemplo, se esconde de alguna manera la voz interior de alguien que clama, y [esta vez] no es en el desierto, sino más bien en estas desiertas calles, que nos convidan a continuar en ellas, hasta que ya no tengamos más a donde ir, y finalmente optemos por morir fácilmente, demudados y caducos. Mirar bajo las sombras de una habitación cualquiera, y en compañía de algunas sombras también tardías, no es fácil, quizá sea porque detrás de toda molestia, se esconde un espíritu tardío, lejano, ausente, demudado, cansado y fugaz. Cuando la música sonaba en aquella habitación, las palabras deambulaban en cada pintura como si fuese ya, la despedida y la muerte total de los allí presentes.
Recuerdo, y pienso que los recuerdos se vuelven quejidos de la existencia cuando no somos capaces de volver a ellos, de la misma manera como aquellas imágenes con sus sonidos nos acogieron inmóvilmente. Lo que recuerdo son las palabras que se aturden en el silencio de la habitación y de alguien que nos interpuso una recurrencia: “[…] ésta música me deja por fuera, del tiempo…” tal vez, si estemos ya, por fuera de todo tiempo, de todo lugar, de todo momento, de toda historia. Y así, no puedo avistar otra cosa, que estamos por fuera de todo alcance, de toda epifonema existencial y sin la excusa adecuada. El movimiento ese tremendo elixir de los sentidos, me hacen pensar que la noche, la cual se movía en su enseda hacia el fin, hacia la hora temprana de las muertes múltiples y directas, era un cajón interminable donde todos moríamos en silencio en un secreto a voces, mientras la criatura dormida soñaba el tiempo.
Bajo aquellos ojos y en silencio, sustraído por la mirada penetrante, me vi como otro animal dentro de sus ojos cortantes y delicados. Despacio muy despacio, los delicados labios se dejaban inundar por la suave lengua, –no podría aclarar cuál será el efecto táctil que sintió ella en aquel instante–, mientras yo tan sólo me veía a mi mismo, en el resplandor de sus ojos fuertitos. Afuera la ciudad lucía en medio del bullicio quedo, como un hospital que se aquieta cuando los pacientes en sus camas duermen su enfermedad, mientras anidan en sus bocas y pensamientos todos, los ríos de aguas que curan las soledad y el encierro. El efecto de la música nos llevaba al precipicio de las palabras, a la oquedad de los pensamientos y, a nosotros mismos nos conducía como a niños hartados de comer golosinas sin detenernos: a un cementerio de esqueletos vivos.
El duro metal que acoge a los visitantes se cuelga ahora como una obra inconclusa, como una tarde que muere despacio y, a dedos. El metal estaba templado como una cortina, como una daga milenaria que nos corta a pedazos cuando ya estamos débiles y dispuestos para la muerte. En este día que avanza como una serpiente de ultra mundo y vital, los ojos se demudan, –entonces– comprendo ,al fin, que prefiero la noche por su aspecto de bruma, donde mis sentidos se comunican con las paredes escuras de las palabras, y la mirada baldía de un animal que nos especta, y huye sobre la mesa hasta caer en una orilla que desconozco, me confirman lo inevitable: que anoche no fue un poema lo que compuse para ti, si no, que creo que son sólo los tardíos recuerdos de la noche que murió.
AUTOR: ARIEL ALBERTO PARRA MIER
Recuerdo, y pienso que los recuerdos se vuelven quejidos de la existencia cuando no somos capaces de volver a ellos, de la misma manera como aquellas imágenes con sus sonidos nos acogieron inmóvilmente. Lo que recuerdo son las palabras que se aturden en el silencio de la habitación y de alguien que nos interpuso una recurrencia: “[…] ésta música me deja por fuera, del tiempo…” tal vez, si estemos ya, por fuera de todo tiempo, de todo lugar, de todo momento, de toda historia. Y así, no puedo avistar otra cosa, que estamos por fuera de todo alcance, de toda epifonema existencial y sin la excusa adecuada. El movimiento ese tremendo elixir de los sentidos, me hacen pensar que la noche, la cual se movía en su enseda hacia el fin, hacia la hora temprana de las muertes múltiples y directas, era un cajón interminable donde todos moríamos en silencio en un secreto a voces, mientras la criatura dormida soñaba el tiempo.
Bajo aquellos ojos y en silencio, sustraído por la mirada penetrante, me vi como otro animal dentro de sus ojos cortantes y delicados. Despacio muy despacio, los delicados labios se dejaban inundar por la suave lengua, –no podría aclarar cuál será el efecto táctil que sintió ella en aquel instante–, mientras yo tan sólo me veía a mi mismo, en el resplandor de sus ojos fuertitos. Afuera la ciudad lucía en medio del bullicio quedo, como un hospital que se aquieta cuando los pacientes en sus camas duermen su enfermedad, mientras anidan en sus bocas y pensamientos todos, los ríos de aguas que curan las soledad y el encierro. El efecto de la música nos llevaba al precipicio de las palabras, a la oquedad de los pensamientos y, a nosotros mismos nos conducía como a niños hartados de comer golosinas sin detenernos: a un cementerio de esqueletos vivos.
El duro metal que acoge a los visitantes se cuelga ahora como una obra inconclusa, como una tarde que muere despacio y, a dedos. El metal estaba templado como una cortina, como una daga milenaria que nos corta a pedazos cuando ya estamos débiles y dispuestos para la muerte. En este día que avanza como una serpiente de ultra mundo y vital, los ojos se demudan, –entonces– comprendo ,al fin, que prefiero la noche por su aspecto de bruma, donde mis sentidos se comunican con las paredes escuras de las palabras, y la mirada baldía de un animal que nos especta, y huye sobre la mesa hasta caer en una orilla que desconozco, me confirman lo inevitable: que anoche no fue un poema lo que compuse para ti, si no, que creo que son sólo los tardíos recuerdos de la noche que murió.
AUTOR: ARIEL ALBERTO PARRA MIER
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