Ambos sabíamos que a veces nuestros planes consistían en compartir nuestros silencios, en callar, no por otra cosa que por puro agrado, por puro deleite y odiábamos la idea de forzar las palabras, de obligarlas a convertirse en sonidos. Considerábamos este hecho una ofensa y un grave atentado a nuestro no-decir. Sabíamos que en esos momentos de total abandono, las únicas palabras que rondaban nuestras cabezas eran las que había sembrado en su diccionario Ambrose Bierce: “HABLAR: Cometer una indiscreción sin necesidad movidos por un impulso sin propósito”[1]. Nuestros silencios, simples en esencia, carecían de todo tipo de reflexión o pensamiento: ni reteníamos ni creábamos ni imaginábamos ni evocábamos. Sólo un silencio puro, inocente, sin interés. No sabíamos cuánto podía durar: un minuto, una hora, un día… y tampoco en qué lugar nos sorprendería: en el sofá de la sala, en la silla del bus, en la mesa del bar… En todo caso, era una forma de expresión especial que disfrutábamos mutuamente.
Pero esa noche, después de cerrar la puerta y luego del abrazo de bienvenida, supiste que, aparte del silencio que te compartía, tenía otro, denso, brumoso, cobijado por un manto melancólico, suspendido entre la angustia y el hastío y que provenía de alguna situación, por lo visto, dolorosa. Un silencio de pocos segundos, escaso, pero intolerable.
Me miraste fijamente como tratando de reconocer mi rostro y después de unos segundos y sin moverte uno sólo centímetro me dijiste que tenía cara como de burro apaleado, que no podía disimular mis ganas de pegarme un tiro o de lanzármele a un bus. Que nunca antes había visto tanta soledad y desolación en mis ojos, que estaba completamente abatido, golpeado, devastado, que no sabía qué era mejor, si conmoverte o preocuparte. Te dije que ninguna de las dos. Que si lo que te preocupaba era que fuera a acabar con mi vida, que entonces no había por qué generar pánico, que no estaba entre mis planes matarme, que los dos sabíamos muy bien que el suicidio era la manera más fácil de salir de nuestros sufrimientos y taras. Te dije que aunque la existencia en sí misma no tenía ningún propósito, si tenía algún valor era precisamente soportarla en total desnudez, desligado de la quimera, de lo aparente y estúpido, en un mundo quimérico, aparente y estúpido. Además, que era totalmente incapaz de pegarme un tiro o lanzármele a un bus por simples cuestiones estéticas. Que si tu preocupación era que se te fuera a pegar algo de mi mal, te dije que perdieras cuidado, que el dolor es personal e intransferible.
Sin más, te pedí que te sentaras mientras me tomaba el último sorbo de tinto ya frio que quedaba en el pocillo en forma de rana que me había regalado mi sobrina menor. Te acercaste a la mesa, tomaste el libro que estaba abierto y al mismo tiempo que te sentabas en el taburete leías en voz alta la parte subrayada del poema: “Soy un extraño ante mis propios ojos,/ un nuevo soñador, un peregrino/ que ayer pisaba flores y hoy… abrojos”[2]. Entonces te dije que de todos modos no éramos más que estados de ánimo, contradicción, constante negación, los opuestos de nosotros mismos. Que en mi caso, había noches en las que, después de desengañarme, sufría la retaliación de la esperanza: dolor de exiliado. Te conté que de cuando en cuando era testigo de cruentas peleas entre mis demonios y que, por tratar de mediar las situaciones, se venían contra mí, atacando con todas sus fuerzas, que por eso a veces mi cara de burro apaleado.
Cerraste el libro con algo de fuerza, lo pusiste nuevamente en la mesa y me dijiste que tal vez mis demonios se comportaban así porque siempre los sacaba a solas en medio de ese silencio escalofriante y devastador, que de pronto necesitaban alguna diablita que les alegrara la vida, que les hiciera renovar toda fe y toda esperanza. Que necesitaban algún tipo de distracción, que los sacara a la calle, a la luz, a los bares, que sintieran que a veces era bueno el olor a cigarrillo y alcohol. Te confesé que a veces los llevaba a rondar tiendas, a vagar por las noches y a impregnarnos con un poco de su aroma, pero que el resultado no siempre era alentador porque volvían más devastados que de costumbre, que ellos sabían muy bien que todo tipo de distracción era una forma de engaño disfrazado para ocultar el sinsentido de la vida, que ellos habían decidido abandonarse por completo al sin-propósito, a la renuncia y despojamiento de todo acto o contenido. Que por esa razón sólo salían en momentos de completa soledad, cuando el embrujo que propone la luz, el ruido y el tiempo se desvanece.
Y entonces me dijiste que ya no estaba solo, que todavía había ruido, que el reloj no se había detenido aún y que además, a falta de una, había muchas luces, que la cuestión era escoger una y entrar ahí. Que no perdiéramos más el tiempo, que dejáramos para otro día las cuestiones metafísicas, que si aquel filósofo rumano-francés había preferido recorrer toda Francia en bicicleta en vez de dedicarse a escribir su tesis doctoral, por qué yo no podía darle asueto a mis demonios. Que no dejáramos que la noche nos devorara sino que la devoráramos a ella, o al menos a una cerveza, que no era momento para ningún silencio o soledad, que tampoco para demonios o tedio o angustia y que mucho menos para estar con cara de burro apaleado; que 330 centímetros cúbicos de líquido rojizo y espumoso y 4.7 por ciento de contenido aproximado de alcohol en volumen esperaba en algún rincón de la ciudad por nosotros.
Mientras me tomabas del brazo y me sacabas a empujones, recordaba un aforismo del mismo señor que había preferido la bicicleta que la tesis: “El único medio de salvaguardar la soledad es hiriendo a todo el mundo, empezando por aquellos que nos aman”[3]. Y me acuerdo muy bien de esa noche, de lo que dijimos y también lo que callamos porque fue la última vez que te vi… hasta hoy.
[1] Bierce, Ambrose Gwinnet (2005). El diccionario del diablo. Barcelona: Galaxia Gutenberg; Círculo de lectores.
[2] Algunos versos del poema de Julio Flórez titulado Resurrecciones.
[3] Cioran, E.M. (1992). Odisea del rencor. Escritos escogidos. Medellín: Holderlin. Pág. 39
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