Señor:
Que mis tormentos y mi vital aridez permanezcan junto a mí. Que mis demonios sea lo único que me habite y mi silencio lo que tenga por decir. No me restrinjas la posibilidad de mis propios desencuentros y condena en mí toda esperanza salvo la que me mantiene en pie. Permíteme la tranquilidad del instante desarticulado y la renuncia al acto mismo. Aviva en mí la chispa del desprendimiento y procúrame el don puro del no-hacer. Deja que la noche sea mi lugar y exprópiame del día, de la luz y sus destellos.
Que la soledad jamás me abandone y que mis heridas permanezcan abiertas. Concédeme el deseo de vivir en el hastío despojado de todo itinerario. Sácame de toda ruta, de todo proyecto y de todo por-venir, a no ser que sea alcanzar la frivolidad, ese estremecimiento voraz que procura el mundo. Permíteme cada noche mi propio escrutinio y no admitas que me llegue el alba sin la angustia que produce.
Señor, que me hunda en los confines de la no-ilusión y que el desengaño me atenace al punto de la asfixia. Que tu reflejo jamás penetre mi soledad. No me des fuerza ni animes mis pasos; no me auxilies ni me alejes de las ruinas. Exclúyeme de lo eterno, no necesito más que de lo efímero y execrable para debatirme con mis entrañas, para frecuentarme de cuando en cuando. Que mi estadía oscile entre la morona y el desgarro.
Que la fuerza del desposeído no me abandone. Que mi motivo para existir sea el mismo para dejar de ser: ninguno. Aleja de mí la tentación de cura y que mis ojos jamás se nublen. Que la pesadez del mundo y de mi propia existencia me sigan carcomiendo.
Amado Señor, que mi renuncia, abandono e inanidad sólo afecten a mí mismo, que mi desesperanza y podredumbre no alcance a los demás. Asegúrame el arte de fingir, de actuar, de la risa y el gesto amable (como hasta ahora), nadie más, aparte de mí tiene que soportar mi dolor. Pero no me dejes, Señor, sin mi sustento vital, porque si algo soy ha sido gracias a mis taras. Amén.
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