Había
decidido marcharse cuando la cortina se cerrara y la oscuridad
flameara en las paredes de la casa. Cojeaba de su pierna izquierda y
en su mano derecha llevaba unos guantes de cuero sin pulir, observó
por última vez la pica al lado de la cama y la pala en la sala.
Salió lentamente sin hacer ruido y tomó tierra del patio que guardó
en una bolsa negra, mientras una lágrima danzaba por su rostro
cayendo al piso y formando una pequeña laguna que la brisa secaba
con un afán cómplice.
Pensó
en tomar el camino más cerca y dejar atrás cualquier cosa que lo
hiciera prisionero, entonces, decidió que era necesario correr al
campo, donde le sería más fácil esconderse y volver a nacer en un
medio diferente, que no fuera tan trágico como del que huía. Una
estrella en el cielo grisáceo empezaba su canto de descenso y una
luz lívida reflejaba una sombra lacónica en la hierba húmeda que
se diluía en medio de los arbustos. Las huellas seniles de sus pies
se esparcían como el rocío en una tortura amorosa a la arena recién
humedecida.
Aquella
temporada había dejado sembrada una estela de cadáveres que eran
pisoteados por la fría sonrisa de unas enfermedades estériles, que
tenía un aspecto de alimañas dulces formadas en un laberinto de
oscilaciones anormales, llenando de vaguedades cada tramo de tierra
que pisaba. Aún recordaba el rojo escarlata de la pica que se secaba
lentamente y los ojos de angustia que lo observaban haciéndolo
sentir culpable de cada mirada que se perdía en las tinieblas de las
fosas, seguían con el y su marcha. El camino entonaba la canción
del viajero con un coro de aves nocturnas que en un aria cantaban:
Adios!
Por
momentos sentía la pérfida alucinación de la noche anterior donde
libraba una lucha feroz por permanecer en la certidumbre acongojada,
que lo llevaba hasta el final de la jornada. La locura de aquel
momento se restregaba en sus recuerdos y escuchaba las agonías
vagabundas de los años anteriores; se mantenía de pie con una
ilusión erradicada con la soberbia de sus propios deseos, desnudando
las mujeres para luego penetrarlas con la burla sediciosa del
instante perdido, absorbiendo la hez de frutas podridas y dibujando
en sus ideas la horca de cuello dorado. Sus ojos se perdían en la
grosería infinita de un cielo manchado y preñado de sueños sin
locos, con pintores deambulantes que matan a dioses vestidos de putas
y cabalgan en medio de las danzas llevando una vida de idiotas sin
ideas que se derraman en nauseas de partículas acuosas, con la
derrota de los mares perdidos en los desiertos.
Seguía
con la bolsa negra en las manos, la distancia lo observó y vio como
se acercaba a un árbol seco. Se dirigió hasta él sin perderlo de
vista, manteniendo la esperanza de caer en la destellante bruma de
sus días y antes de llegar al árbol, lanzó un escupitajo sobre la
arena, como escupiendo su propia naturaleza, su propia raíz. Era el
momento de comenzar a dar el paso final. Sin poseer ningún
remordimiento y ufanado por lo acaecido, tomó una seda y la llevó a
una de las ramas, entonó la canción de cuna que su madre solía
cantarle en las noches de insomnio, y empezó a crear en su mente las
odiseas que había vivido. Con la punta de la seda que sobraba hizo
una cadena que ubicó en su cuello, vio resplandecer los últimos
astros en el cénit, su mirada cristalina se opacaba con su sueño de
abismos, sintió el dedo suave de una mujer invisible que le cerraba
los ojos y le narraba una leyenda de viajeros que huían de la
necesidad de morir. Sus labios dejaron ver la sonrisa fresca del
demonio desnudo. La sonrisa final para luego dejar que un sol
diminuto explorara su sueño y dejara que la luz lo despertase para
saber que ya no estaba en el sitio del que había huido. Allí
encontró el rostro con los ojos de angustia, volvió a recordar la
pica y la pala que dejó abandonada en la sala y cerca a la cama y
esos mismos los ojos lo devolvieron a un árbol seco que poseía un
olor nauseabundo que sobrevolaban cuervos de colores.
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