La
tarde
empezaba
a
caer
con
la
lentitud
necesaria
para
verla
devestir
la
noche
que
se
acercaba
con
una
luna
inmensa,
que
iluminaba
las
calles
polvorientas
del
pueblo.
Los
niños
durante
el
día
habían
ido
a
bañarse
a
la
quebrada
y
descansaron
al
lado
del
higuerón
del
sol
sofocante
de
las
diez
y
media
de
la
mañana,
la
vieja
Antonia
sentada
en
la
mecedora
frente
a
su
casa,
saludaba
a
los
transeúntes
como
siempre
lo
hacía
desde
cuando
tenía
treinta
años
y
su
marido
Humberto Pulido,
salía
a
la
calle
a
tomarse
el
jornal.
Desde
ese
momento
ya
habían
pasado
cinco
décadas.
Antonia
sintió
un
viento
extraño,
una
brisa
que
llevaba
un
olor
que
sus
casi
noventa
años
no
conocía.
Llamó
a
su
nieta
Martha
y
le
contó
lo
que
había
percibido.
Era
la
tarde
de
un
20
de
Abril
de
1988,
la
normalidad
y
la
cotidianidad
de
las
gallinas
en
el
patio
de
la
casa,
dibujaban
el
verano
que
doraba
la
piel
de
hombres
y
mujeres.
Desde
hacía
unos
meses
unos
carros
extraños
a
alta
velocidad
y
a
altas
horas
de
la
noche
llegaban
al
pueblo,
no
se
detenían,
sólo
cruzaban
las
calles
y
los
vidrios
polarizados
ocultaban
a
los
ocupantes.
Mientras
ellos
observaban
el
exterior
como
quien
busca
algo
que
necesita
encontrar.
Los
habitantes
los
miraban
con
incertidumbre,
las
voces
emigrantes
traían
noticias
de
ataques
de
unos
hombres
que
viajaban
con
la
noche
y
en
la
oscuridad
aparecían
y
desaparecían.
Eran
las
tres
de
la
tarde
cuando
Alfredo
llegó
al
taller
y
almacén
de
bicicletas
que
había
montado
hacía
ocho
años
y,
que
con
el
paso
del
tiempo
prosperaba
más.
Los
viejos,
los
niños
y
los
jóvenes
llegaban
para
reparar
su
caballito
de
acero.
Le
preguntó
a
Margarita
la
esposa,
- con
quien
tenía
dos
hijas,
una
de
cinco
y
otra
de
tres
años,
que
corrían
entre
rines,
llantas,
tornillos,
balineras,
alicates,
destornilladores
y
cuanto
cachivache
se
encontraba
en
el
almacén -,
por
las
ventas
durante
el
día.
Alfredo
le
había
puesto
de
nombre
“Almacén
el
Piñón”,
el
nombre
podía
deberse
a
una
parte
de
las
bicicletas,
es
lo
más
obvio,
sin
embargo,
demasiado
simple
para
un
ser
racional.
Algunos
pensaban
que
el
nombre
se
debía
a
un
árbol
que
botaba
unas
pepas
que
al
ponerlas al fuego, se abre la cáscara y por dentro tiene una parte
comestible parecida a la nuez. La explicación sobre el nombre del
almacén puede parecer irrelevante, pero no lo es. A Alfredo en el
pueblo lo conocían por el nombre: Alfredo el del Piñón.
Volviendo
de nuevo, al llegar a su casa, sus hijas se le avalanzaron y él
empezó a jugar con ellas. Alfredo era un hombre de unos treinta y
nueve años, de tez blanca, alto, robusto; de voz grave y sonrisas
esporádicas. La noche anterior había soñado que participaba en una
carrera ciclística y que al final sus hijas lo esperaban, y ellas
tenían unas alas inmensas y resplandecían con un brillo
sobrenatural. Ese sueño lo recordaría Margarita dos días después,
mientras corría de un lado a otro preguntando por su marido a cuanto
rostro cruzaba por la calle, a los viajeros que se detenían a tomar
un fresco de tamarindo en el parque, a las mujeres que venían de la
quebrada de lavar la ropa, a los niños que jugaban a la pelota en
las calles, a los vendedores y hasta a los locos que con el tiempo la
hicieron parte de la familia.
La
noche llegó como siempre, cerrando las cortinas y oscureciendo los
recovecos del pueblo, el cielo estaba preñado de estrellas – sigo
creyendo que son estrellas y no planetas como dicen los científicos,
porque las estrellas ayudan a la imaginación, a la aventura, los
planetas son vistos para ser colonizados- . Los abuelos estaban
sentados al frente de sus casas hablando con sus nietos, contándoles
las historias que hacían de su vida un marasmo de aventuras
increíbles; los niños mantenían los ojos abiertos como si
escucharan con ellos. A las nueve y treinta de la noche, empezaron a acostarse, las calles quedaron poco a poco
desocupadas, el ruido de los automóviles y las tractomulas por la
troncal del caribe, era como el ronquido del pueblo dormido. Un golpe
seco en la puerta despertó a Alfredo, quien se tiró de un golpe de
la cama, se acercó lentamente a la puerta, la abrió y unos hombres
sin rostros, lo empujaron dentro de la camioneta, mientras otro
cerraba la puerta de la casa y se marcharon a una velocidad
desconocida, a un lugar desconocido y a un tiempo desconocido.
Margarita no escuchó nada, estaba cansada de la jornada del día,
las niñas dormían un sueño de tres y cinco años.
Francisco
Pérez, conocido en el pueblo como Chico Pérez, se levantó a las
cinco de la mañana, como era su costumbre, a barrer el frente de la
casa donde tenía una ferretería, la más antigua del pueblo. Esa
mañana la calle estaba llena de flores de mango y él sabía que
barrer esas florecitas en la calle polvorienta era un fastidio. Sin
embargo, sonreía cuando recordaba su infancia con una totuma llena
de agua con varios mangos en ella, y él comiéndolos sin parar.
Terminó de barrer, entró a la casa donde Sixta su esposa, lo
esperaba con un tinto caliente, lo tomó antes de bañarse. Salió
del baño y se sentó en el viejo comedor heredado de su mamá, se
comió unas arepas y unas empanadas con peto, y se dispuso a abrir la
ferretería. Cuando abrió la puerta encontró por debajo el
periódico El pilón, lo cogió y lo puso sobre la vitrina mientras
terminaba de abrir las demás puertas y ventanas. Se sentó en la
silla y se dispuso a esperar a que llegara su hijo Armando y el
trabajador; empezó a leer el periódico. En primera plana aparecía
la noticia: Los
paramilitares avanzan en el Cesar.
Cuando
a las seis de la mañana Margarita se volteó y trató de abrazar a
su marido no lo encontró, pensó que estaba en el baño. Se levantó
para preparar a la niña mayor para la escuela, pero su marido no
estaba en la casa, entonces supuso que se había ido al mercado a
comprar peto donde Dora peto, que era la que según el juicio de los
habitantes la que hacía el mejor peto no sólo del pueblo sino del
mundo. Pasaron los minutos, las horas y Alfredo no llegaba, ella se
consoló pensando que seguro le había salido un negocio por fuera y
se le olvidó decirle. Sin embargo, el día fue transcurriendo entre
vallenatos, cuentos exagerados, cambios de aceite y balinera a las
bicicletas, atención a los clientes y la algarabía propia de la
gente del pueblo.
Nadie
supo como pasó el tiempo, en la noche Margarita empezó a
preocuparse por la tardanza de su marido, se acostó intranquila, eso
no era normal. Al día siguiente se despertó y empezó a buscarlo por
los pueblos donde iba, nadie lo había visto, no sabían nada de él.
Entonces fue a la policía, al Ejército y tampoco encontraba
respuesta. En el parque se escuchaban voces que planteaban la
posibilidad de que el carro de la noche tenía algo que ver. La voz
de la desaparición de Alfredo se regó por todo el pueblo y por los
pueblos vecinos, los sabanales se tornaron de un color café, las
golondrinas que habitaban la ceiba del parque levantaron vuelo. En
poco tiempo una realidad desconocida empezó a vivirse en el pueblo.
Las puertas de las casas que permanecían abiertas para que entrara
la brisa y refrescara el ambiente, empezaron a cerrarse. Lo que antes
se decía a gritos y risas, se empezó decir en susurros y con
rostros de incertidumbre.
La
cara de los transeúntes llevaban y traían los restos de un ayer
conocido, de un hoy que esperaban se acabará pronto y un mañana
lleno de sozobra. Se realizaron veinte festivales folklóricos,
veinte carnavales, veinte semanas santas. Las niñas que jugaban con
las muñecas, ya jugaban con sus hijos recién nacidos, varios de los
viejos fueron muriendo. Margarita se hizo cargo del almacén y
contrató a otros trabajadores. Durante todo ese tiempo supo que a su
marido se lo habían llevado los paracos
como les decían en el pueblo. Durante esos años algunas calles del
pueblo fueron pavimentadas, ya no sólo eran carros con vidrios
polarizados, también eran motos, y ahora los rostros eran visibles,
el miedo también se hizo visible. Los amigos se hicieron enemigos,
la desconfianza empezó a crecer como la mala hierba.
Los
muchachos que andaban con el pelo largo, tuvieron que cortárselo;
los drogadictos se curaron de su vicio, - los paracos fueron los
mejores psiquiatras -, decían a manera de mamadera de gallo los
habitantes del pueblo, los ladrones se acabaron y en las mañanas la
gente corría a ver los cuerpos que amanecían al lado de la
carretera. Margarita corría para ver si uno de ellos era Alfredo, en
el camino el terror de hallarlo muerto se apoderaba de ella, pero se
aliviaba al no encontrarlo entre los muertos. La falta de noticias,
la ausencia de su cuerpo la fue envejeciendo lentamente. Un día un
cuerpo moreno le brindó la compañía que una noche que no tuvo fin,
le arrebató. Volvió a sonreir, aunque la gente empezó a murmurar
sobre su nueva relación.
Mucha
gente huyó del pueblo, los extraños se apoderaron de él, y quienes
habían nacido, crecido, jugado y hasta enamorado en sus calles, sus
potreros, tenían que pedirles permiso para volver y visitar a sus
familias. Era extraño que el foráneo fuera quien determinara un
impuesto por la venta de cerveza, por las ventas a los almacenes y a
todos los comerciantes, claro que eso lo llaman los políticos y los
agentes del orden vacunas o extorsión. En esos años la muerte
aparecía cansada, reposando bajo un almendro con el ruido de una
moto encendida y en vez de coa, una pistola o una miniuzi. - Dios
abandonó este pueblo, decía Remigia a su comadre Quintina, mientras
compartían una libra de sal que compraban en compañía.
Curumaní,
se transformó en un pueblo próspero después que abandonaron la
comarca, cuando empezaron los diálogos del gobierno central con los
jefes de los paramilitares o como ellos se denominaban: Autodefensas
Unidas de Colombia. Algunos pensarán junto con Hegel que la guerra
es la partera de la historia, o como algunos teóricos afirman que la
guerra produce desarrollo, lo cual la hace una ley necesaria para la
historia de los hombres y para el progreso de la civilización. Empero, al viejo Neri, que todos los días tomaba el burro y se iba
al campo, la guerra le arrebató un hijo, la violencia civilizada de
los civilizados colombianos entró a la sala de su casa y allí se
posicionó. Por eso él maldecía la violencia, insultaba a los que
pasaban en las motos. La muerte no puede forjar la civilización, o
el progreso. Eso es pura mierda, decía.
Alfredo
se desvaneció no sólo como cuerpo, también como recuerdo. Nunca
hubo una lápida, la iglesia no pudo cobrar el arriendo de un espacio
en el cementerio, sus hijas no pudieron llevarle unas flores, no
había donde. Así se hacía palpable de manera empírica el a
priori
kantiano sobre el espacio, para ellas esa posibilidad del fenómeno
Alfredo no se hizo fáctico. Los almendros refrescaban las tardes,
pero la ausencia del otro, no del cuerpo, sino del Alfredo y los
otros que como él, anochecieron con los suyos pero los suyos
amanecieron sin ellos, es decir, el Alfredo que existió, los otros
que existieron, se hizo un recuerdo cicatrizado. La concha que cubre
ese recuerdo se levanta cada 20 de abril. Mientras la gente pasa de
un lado a otro y nadie habla de esos momentos, el silencio es la
forma como todos evocan esos años.
El
personaje del pueblo, el que parece poseer el secreto de la eterna
juventud de los cuarenta años, un loco querido por todos y que
llaman pollo hermoso, que nadie recuerda porque le pusieron ese
nombre, sonríe cada vez que se cruza con alguien. Todas las noches a
las doce, se sienta al frente de donde quedaba el almacén el piñon,
coloca su cabeza en las manos, mientras el carro regresa veinte años
atrás y el golpe de la puerta irrumpe el silencio, y la figura de
Alfredo aparece, un golpe seco en el abdomen al instante que una
palabra se escucha: guerrillero y lo tiran dentro de la comioneta. El
recuerdo se desvanece cuando pollo hermoso se levanta en busca de una
mesa del mercado donde dormir. Él fue el único testigo de aquella
noche, pero no dijo nada, no pudo decir nada, porque desde niño es
un cuerpo sin voz, nunca aprendió a hablar. Sólo emite unos
sonidos guturales que producían miedo, por eso era utilizado por los
padres para asustar a sus hijos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario