Mucho tiempo después hubo de
regresar Ariel Parra, a la tarde aquella en que su abuela María Dolores Gales
Posada, lo llevó de la mano de sus recuerdos al muelle de El Banco Magdalena,
lugar donde ella jugaba a pie descalzo mientras las gaviotas picoteaban las
aguas marrones del Río Magdalena en busca de ángeles plateados que se
confundían como peces mientras eran atrapados. Hoy disfruté de ese viaje
inesperado gracias a la fuerzas del azar o de la casualidad al “viejo Banco
puerto” en compañía de mi amigo Gelver Andres Ortega, quien para su gusto y
desparpajo no sabía el valor que tiene para mí toda esa región, pues, era mi
abuela la que inundaba de historias imposibles mi mente cuando era un niño
sobre aquella mágica región, cuando aún los hombres eran talismanes que
brillaban por su peso natural, hoy sólo quedan las gaviotas que se resisten al
olvido y a la contaminación del Río oscuro que los alimenta en silencio
mientras los viejos se desgastan en horas interminables en juegos de cartas
mientras la luna inmensa se cuelga del cielo una vez más esperando el juicio
final y a los enamorados que un día le escribieron versos y le contaron sobre
mitos lejanos.
Al recorrer esas tierras veo
entre sus sabanas el deambular de hombres y mujeres hechos de terrones de
sufrimientos y destierros, veo sus corazones oxidados por la fuerza de la
violencia asesina de los paramilitares en su tiempo, y hoy veo otra forma de la
violencia, la violencia de la agro-industria que tiñe de verde todas esas
tierras con los cultivos de palma quien seguramente los esclavizarán hasta que
la tierra deje de parir el aceite que llenará los bolsillos de unos pocos,
mientras el resto de la humanidad comarcana rema en silencio hasta el
precipicio de la muerte sin un recuerdo bueno que los libere de las cadenas del
olvido en que los tiene el Estado Colombiano y sin embargo aún entre las aguas cenagosas y plateadas los pescadores hunden sus pensamientos que luego se agitan como peces
y llenan sus canoas de sueños al rayar el día o al finalizar la tarde.
Sobre el pequeño muelle se
agrupan como manatíes las pequeñas embarcaciones que llevan a lo largo de la
región momposina a propios y extraños, mientras en los muros del pueblo los
avisos publicitarios de las campañas a Cámara y Senado, dejan corren los
nombres de quienes en su momento fueron sus mayores verdugos con el paramilitarismo
y la violencia armada de las tres últimas décadas, caciques e hijos de
gamonales tienen al borde de la ruina al pueblo como tal; embarcaciones como el
“Corsario Negro”, nos impulsan a volar la imaginación de una región que sirvió
como paso obligado al centro del país, y las luchas armadas del general Bolívar
hoy sólo son cosas del pasado que ya nadie entiende, o no recuerdan al menos, o
que ni si quiera nos sirve como un remedio para nuestros males de memoria
colectiva.
Del maestro Barro y su música
sólo se escuchan sus ecos en los rincones de las casas viejas que se resisten a
la ruina y al olvido. De la alegría de sus mujeres las pude palpar de algún
modo en la sonrisa de Katherin Rodriguez. Y de la fuerza viva de mi abuela en
las calles del Banco Magdalena sólo puedo decir que muy poco queda ya de las
horas interminables cuando jugaba a las escondidas mientras mi bisabuela María
Candelaria la llamaba para que le echara el maíz a los pollos al compás de las
viejas que pilaban el maíz en los patios sin cercas ni portillos. Volver al
pasado de ella es volver al principio de los tiempos que se nutren con este
pequeño escrito que trata de remendar las telarañas de un pasado fugaz que ya
no existe en las arenas y muros del viejo Banco puerto que sólo ve pasar la
piragua de la desolación y la barbarie humana entre sus aguas eternas y
pasajeras.
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