viernes, 28 de diciembre de 2012

LA HUIDA





Había decidido marcharse cuando la cortina se cerrara y la oscuridad flameara en las paredes de la casa. Cojeaba de su pierna izquierda y en su mano derecha llevaba unos guantes de cuero sin pulir, observó por última vez la pica al lado de la cama y la pala en la sala. Salió lentamente sin hacer ruido y tomó tierra del patio que guardó en una bolsa negra, mientras una lágrima danzaba por su rostro cayendo al piso y formando una pequeña laguna que la brisa secaba con un afán cómplice.
Pensó en tomar el camino más cerca y dejar atrás cualquier cosa que lo hiciera prisionero, entonces, decidió que era necesario correr al campo, donde le sería más fácil esconderse y volver a nacer en un medio diferente, que no fuera tan trágico como del que huía. Una estrella en el cielo grisáceo empezaba su canto de descenso y una luz lívida reflejaba una sombra lacónica en la hierba húmeda que se diluía en medio de los arbustos. Las huellas seniles de sus pies se esparcían como el rocío en una tortura amorosa a la arena recién humedecida.
Aquella temporada había dejado sembrada una estela de cadáveres que eran pisoteados por la fría sonrisa de unas enfermedades estériles, que tenía un aspecto de alimañas dulces formadas en un laberinto de oscilaciones anormales, llenando de vaguedades cada tramo de tierra que pisaba. Aún recordaba el rojo escarlata de la pica que se secaba lentamente y los ojos de angustia que lo observaban haciéndolo sentir culpable de cada mirada que se perdía en las tinieblas de las fosas, seguían con el y su marcha. El camino entonaba la canción del viajero con un coro de aves nocturnas que en un aria cantaban: Adios!
Por momentos sentía la pérfida alucinación de la noche anterior donde libraba una lucha feroz por permanecer en la certidumbre acongojada, que lo llevaba hasta el final de la jornada. La locura de aquel momento se restregaba en sus recuerdos y escuchaba las agonías vagabundas de los años anteriores; se mantenía de pie con una ilusión erradicada con la soberbia de sus propios deseos, desnudando las mujeres para luego penetrarlas con la burla sediciosa del instante perdido, absorbiendo la hez de frutas podridas y dibujando en sus ideas la horca de cuello dorado. Sus ojos se perdían en la grosería infinita de un cielo manchado y preñado de sueños sin locos, con pintores deambulantes que matan a dioses vestidos de putas y cabalgan en medio de las danzas llevando una vida de idiotas sin ideas que se derraman en nauseas de partículas acuosas, con la derrota de los mares perdidos en los desiertos.
Seguía con la bolsa negra en las manos, la distancia lo observó y vio como se acercaba a un árbol seco. Se dirigió hasta él sin perderlo de vista, manteniendo la esperanza de caer en la destellante bruma de sus días y antes de llegar al árbol, lanzó un escupitajo sobre la arena, como escupiendo su propia naturaleza, su propia raíz. Era el momento de comenzar a dar el paso final. Sin poseer ningún remordimiento y ufanado por lo acaecido, tomó una seda y la llevó a una de las ramas, entonó la canción de cuna que su madre solía cantarle en las noches de insomnio, y empezó a crear en su mente las odiseas que había vivido. Con la punta de la seda que sobraba hizo una cadena que ubicó en su cuello, vio resplandecer los últimos astros en el cénit, su mirada cristalina se opacaba con su sueño de abismos, sintió el dedo suave de una mujer invisible que le cerraba los ojos y le narraba una leyenda de viajeros que huían de la necesidad de morir. Sus labios dejaron ver la sonrisa fresca del demonio desnudo. La sonrisa final para luego dejar que un sol diminuto explorara su sueño y dejara que la luz lo despertase para saber que ya no estaba en el sitio del que había huido. Allí encontró el rostro con los ojos de angustia, volvió a recordar la pica y la pala que dejó abandonada en la sala y cerca a la cama y esos mismos los ojos lo devolvieron a un árbol seco que poseía un olor nauseabundo que sobrevolaban cuervos de colores.              

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