Este
escrito tiene como origen dos situaciones. La primera, es un diálogo con un
amigo, que planteaba la inutilidad de hablar de la ética en el contexto o la cotidianidad
de los colombianos. La segunda, es un programa que emitieron hace unos días
sobre la violencia y el desconocimiento de la autoridad y por ende la falta de
respeto en los colegios colombianos, donde la conclusión fue que esto se debía
al exceso de derechos y los pocos deberes para los jóvenes, inscritos en el
Código de infancia y adolescencia.
Pues
bien, en un país donde lo que se despliega constantemente es: la corrupción, el
delito, el crimen, la desigualdad social, la impunidad, la injusticia y, todo
cuanto fenómeno contrario a lo ético y lo moral pueda pensarse, es lógico que
el pesimismo se apodere de la reflexión o el pensamiento.
Sin
embargo, no podemos quedarnos en el pesimismo inactivo, sino pasar a ese
pesimismo activo, que permite hacer una crítica profunda a lo que vivimos los
colombianos. Parece por lo que vemos que el carácter antiético de nosotros se volvió
un éthos, una costumbre -sé que algunos dirán que ellos son éticos, morales y
siguiendo a Aristóteles hombres buenos. Empero, no hacen ninguna diferencia-. En
este sentido, podemos afirmar que al individuo y al sujeto colombiano se le ha
formado desde hace unos treinta años para ser una persona con unos valores que
permiten germinar esas prácticas antiéticas que planteamos anteriormente.
Podríamos
preguntarnos entonces, por las políticas educativas que se han implementado y
se siguen implementando. Estas solo hacen que los niños, niñas y jóvenes tomen
todo desde el facilismo, donde nada requiere de esfuerzo, disciplina, rigor,
voluntad férrea. La educación se ha encargado de preparar fuerza productiva, es
decir, se ha dedicado llevar a los individuos a una sola esfera: la económica. Para
nadie es un secreto que en esta esfera lo ético y lo moral no tienen cabida,
puesto que lo importante es la productividad y la ganancia que permite a cada
uno poseer los bienes materiales que lo llenen de felicidad.
Esto
no solo se desarrolla en el colegio, también se despliega en las universidades.
El egresado debe recuperar el dinero invertido en su preparación como sea y al
costo que sea. Trabajar dieciséis horas, tener poca vida social, no tener
tiempo para sus hijos –cuando los tiene-, privarse de divertirse y otras tantas
cosas que posterga, bajo el lema: ya habrá tiempo para la diversión y el
descanso. Pobres humanos, se dedican a negar la vida como diría Nietzsche. Ya no
es la religión la principal fuente de la negación de la vida, ahora tiene una
competencia mayor: el trabajo.
Si
la población tiene todos los elementos que hasta acá hemos mencionado, cómo
puede dedicarse a pensar y juzgar las acciones de los otros y, sobretodo de sus
gobernantes. Estos han hecho dos cosas: educarlos en la ignorancia –y nosotros
los maestros tenemos responsabilidad en la realización de este fin-, y
ocuparlos trabajando para una sociedad consumista, donde eres feliz entre más
consumas.
Si
el pueblo tiene las mismas prácticas antiéticas de sus gobernantes es lógico
que no puedan juzgarlos. Recuerden el pasaje bíblico donde unos “buenos hombres”
iban a apedrear a una mujer, y el maestro les dijo: quién esté libre de pecado,
lance la primera piedra. Dice la escritura que nadie lo hizo. Acá sucede lo
mismo, se escuchan voces de protesta, pero jamás un juicio, nunca un
pensamiento que destruya lo establecido.
En
este orden de ideas, el pueblo colombiano no tiene el criterio moral ni ético
para juzgar a quienes sabe lo someten, lo degradan, lo venden, lo mancillan. Por
lo tanto el llamado a los maestros, profesores, docentes, catedráticos, el
nombre que quieran darles, sean de escuelas, colegios o universidades, es
formar a los jóvenes que lleguen a nosotros en un gran antivalor: LA
DESTRUCCIÓN. Es necesario destruir los valores que tiene la sociedad actual,
las instituciones que la mantienen y dar forma a una nueva sociedad.
Es
imperativo formar el hombre-artista, que lleve en su éthos la relación sana con
los demás, con los otros y lo otro, que acepte que cada uno es una forma de la
manifestación mágica-milagrosa de la vida. Que su pensamiento cobije a todos
para conocer y comprender las consecuencias de las acciones y propenda por
potenciar su vida, la vida de los otros y lo otro. No con sofismas engañosos
como los actuales, sino con el ejemplo y la práctica diaria. Si el maestro no
es ese hombre-artista, es decir, un creador constante, es muy difícil que forme
en los jóvenes ese nuevo espíritu, capaz de juzgar y derrocar a sus gobernantes.
Somos
conscientes que se toma el tema muy someramente, pero lo que buscamos es
generar el debate, dar un aguijonazo en el pensamiento dormido y macilento que
tenemos. La invitación es hacer un retorno a la filosofía, desarrollando su
capacidad heurística o creadora, no repetitiva o innovadora como quiere la
academia.