Hace unos años después de abandonar mi pueblo
en el caribe colombiano y sentado en una cama de un solo puesto, vi caminar con
su paso lento de 80 años a mi abuelo entre las páginas de Cien años de soledad,
bajo el nombre de José Arcadio Buendía. Eran las doce del mediodía y un sol
solo conocible en los trópicos golpeaba sin piedad el cuerpo de quienes
transitaban las calles sin pavimentar y con almendros al frente de las casas, de
ese pueblo que años antes bajo una noche lluviosa, de vientos huracanados y
truenos y centellas de octubre, escuchó mi primer llanto. ¡Vaya acontecimiento!
había nacido yo.
Ese mediodía llevaba sobre mi cabeza un asiento
de madera convertido en pupitre de color verde manzana pintado con brocha por
mi madre. Tenía que caminar más de un kilómetro para llegar al colegio Nacional
Camilo Torres Restrepo, donde cursé mis estudios secundarios y entré a ver el
mundo desde la fantasía de los libros y me convertí como un monje para recorrer
el claustro de sus historias y narraciones.
Estaba cursando séptimo o como se decía en esos
años, segundo de bachillerato, cuando la profesora Luz Marina quien nos daba
español nos dijo que teníamos que leer un libro de Gabriel García Márquez.
Gracias al amor despertado por la profesora Anita Arévalo de la lectura de
poesía, llegué a la casa de mi abuela y busqué en la biblioteca de mi tío, el
único de la familia que tenía biblioteca y que por esos años estaba estudiando
derecho y, encontré La hojarasca, empecé a hojearla y decidí que ese era el
libro que leería para hacer el análisis literario que nos pedía la profesora.
Lo leí y mi tía Layne que desde que mi mente recuerda trabaja en el juzgado
municipal, sacó una máquina de escribir y unas hojas de block tamaño oficio y
empezó a teclear con una rapidez que para mi edad era sorprendente, que supuse
que ella bien pudo dedicarse a tocar el acordeón y sacar melodías en vez de ese
sordo tic tac de las teclas.
El tiempo transcurrió y ya en la fría Bogotá
empiezo a leer Cien años de soledad,
antes había leído otros libros de Gabo, como dije antes en una cama de un solo
cuerpo con un colchón de algodón duro. Entonces la lectura fue un acto de
reminiscencia: sentí el olor de los limones del patio de la casa, los mangos en
el suelo que la brisa de la noche había hecho caer, me vi barriendo las
florecitas con una escoba de iraca, vi a mi mamá espantando las gallinas y a mí
padre contarnos historias que habíamos canjeado por canas. Vi a Quintina
Moreno, mi abuela aplicarse los ungüentos de Úrsula, ella era Úrsula aunque a
sus 92 años no terminó de diversión de los nietos sino como un oráculo que
aconsejaba con sus dichos entre sentencias y chistes.
En este país donde todo puede pasar, años
después una imagen televisiva me hizo recordar a Rebeca cuando llegó de Manaure
trayendo en un costal los huesos de sus padres. Eran los familiares de las
víctimas de la violencia paramilitar que pasaban a recoger las urnas donde
estaban los huesos de sus hijos, sus padres, sus esposos o esposas, que la
Fiscalía les entregaba. Todos ellos con el dolor en sus rostros pasaban en una
fila como la línea de la historia. Ese ambiente estaba enmarcado por un tipo de
insomnio creado no por la peste de Visitación y Cataure los indígenas guajiros
del relato de macondo, sino por los medios y las instituciones del Estado que
llevan o conducen al olvido. Esos familiares son Rebeca y muchos de ellos
afanados porque la peste del insomnio no se apodere del pueblo colombiano, al
igual que José Arcadio Buendía, marcan con los retratos y los nombres de sus
familiares muertos o desaparecidos, la realidad de nuestro mundo macondiano.
Es posible que la realidad supere lo mágico,
aunque lo que hizo García Márquez no fue otra cosa que encontrar las palabras y
las imágenes precisas para describir nuestra realidad, porque aquí en esta
tierra de eufemistas felices, nos gusta darle nombres rimbombantes a las cosas,
para ocultar la momia pestilente de nuestra historia. Vivimos de libritos de
superación personal y escondemos la cabeza como el avestruz para que todo pase y
decir que no nos dimos cuenta y preguntarnos ¿Cómo pudo suceder? Mi pueblo
vivió más de una década de violencia que los vientos recuerdan y donde el miedo
bailaba cumbia con la soledad. Si seguimos así, jamás esta estirpe tendrá una
segunda oportunidad sobre la tierra y las mariposas amarillas morirán de hambre.
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