La noche se atorruga en las espesas cabelleras de Cronos y, el olor a sangre se inflama con cada víctima que rueda en el telón de la escena, esos muerto duermen su desgracia y su ignorancia, luchan en los campos con la visión de un guerrero deformado, haciendo de sus sueños e ideas la pestilente fragancia de selvas podridas que yacen en las bocas de los dioses y se convierten en la esencia de las guerras. Esa maldita estupidez humana es la que alimenta los intestinos de las divinidades y permite engendrar las grandes hecatombes.
Guerreros y héroes se acomodan en el festín de la lucha para demostrar el valor invaloro de sus fuerzas y, juntos caen sin excusa, sometiéndose a un oráculo que ellos mismos construyen. Se devoran por el Estado, por el poder, por la religión. Pero ¡que basura!, morir por tamaña insignificancia, abandonar la familia, sumergir a los padres en un dolor irracional, ¿qué se pelea? ¿a qué nos lleva la guerra? Tomemos las lanzas y las espadas, destruyámoslas. Que los úteros no se agranden con carne para los cañones. A la mierda todo aquello que suponga enfrentarnos a muerte con otro. Tomad a Zeus y castradlo, que su ralea concluya y su trono quede desolado, que nadie lo tome y si alguien osa tomarlo hay que llevarlo al fuego y convertirlo en aroma de los vientos, para que Eolo evoque su viajera existencia.
Si los héroes de Homero tenían que luchar, esa lucha debieron dirigirla a los dioses y hacerlos sucumbir, tomar a las diosas y hacerlas las meretrices de los hombres. Que Afrodita desnudara las ideas y la envergadura de sus fuerzas, que Atenea clavara sus ojos en el abismo inseparable de su calor de hembra y su deseo de poseer un macho para extasiar su profunda libación divina.
Eso fue lo que debieron hacer esos luchadores, los verdaderos guerreros se enfrentan a grandes rivales y, las deidades eran esos adversarios. No se necesitaba pedir su auxilio. Estos odiseos eran hombrecillos que necesitaban el escudo o la espalda de las diosas. Esta es la miserable historia de ese afán por alcanzar una gloria innecesaria. Todo esto parece retorcerse en mi mente en una tarde fría y nublada, los segundos parecen un bechereque que juega a la birria con el tiempo, la sonrisa de la soledad se acerca leve y silenciosamente para susurrarme el oído palabras sin alas, sin sonidos.
Guerreros y héroes se acomodan en el festín de la lucha para demostrar el valor invaloro de sus fuerzas y, juntos caen sin excusa, sometiéndose a un oráculo que ellos mismos construyen. Se devoran por el Estado, por el poder, por la religión. Pero ¡que basura!, morir por tamaña insignificancia, abandonar la familia, sumergir a los padres en un dolor irracional, ¿qué se pelea? ¿a qué nos lleva la guerra? Tomemos las lanzas y las espadas, destruyámoslas. Que los úteros no se agranden con carne para los cañones. A la mierda todo aquello que suponga enfrentarnos a muerte con otro. Tomad a Zeus y castradlo, que su ralea concluya y su trono quede desolado, que nadie lo tome y si alguien osa tomarlo hay que llevarlo al fuego y convertirlo en aroma de los vientos, para que Eolo evoque su viajera existencia.
Si los héroes de Homero tenían que luchar, esa lucha debieron dirigirla a los dioses y hacerlos sucumbir, tomar a las diosas y hacerlas las meretrices de los hombres. Que Afrodita desnudara las ideas y la envergadura de sus fuerzas, que Atenea clavara sus ojos en el abismo inseparable de su calor de hembra y su deseo de poseer un macho para extasiar su profunda libación divina.
Eso fue lo que debieron hacer esos luchadores, los verdaderos guerreros se enfrentan a grandes rivales y, las deidades eran esos adversarios. No se necesitaba pedir su auxilio. Estos odiseos eran hombrecillos que necesitaban el escudo o la espalda de las diosas. Esta es la miserable historia de ese afán por alcanzar una gloria innecesaria. Todo esto parece retorcerse en mi mente en una tarde fría y nublada, los segundos parecen un bechereque que juega a la birria con el tiempo, la sonrisa de la soledad se acerca leve y silenciosamente para susurrarme el oído palabras sin alas, sin sonidos.
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