Una cosa parece ser cierta y es que definitivamente sólo tengo oído para el vallenato y poca disposición para interpretar alguno de los instrumentos que hacen posible el entramado ontológico y metafísico de la música vallenata. Hace unos meses escribí un artículo sobre este mismo tema -(El Vallenato)-, uno para referirme a mi amigo Daniel García y desde allí mismo a la poesía de García Mafla. Ahora bien, en esta ocasión la excusa fue un esperado reencuentro con grandes amigos del folclor Caribe, no sólo del vallenato, sino también del Porro sabanero, de la Cumbia, la Champeta, la Gaita sanjacintera, la Guacherna, el Garabato y desde luego, lo que hace posible una ontología del hombre Caribe en sentido poético, natural, místico, terrestre, andino, africano, árabe, europeo, del centro, norte y sur del continente americano: el vallenato.
Para el que vive en Bogotá, y gusta de los placeres simples y fundamentales, no hay como ir a esos sitios que conforman el arrabal actual o moderno, espacios verdaderamente cosmopolitas o, tras nacionales: Las Rockolas. Estábamos donde el Mono, un sitio en el alma de chapinero donde confluyen, skinheads, ñeros, gomelos, rastafari, punketos, raperos, metachos, es decir, toda una melaza criolla que se confunden con el meollo de las ciudades en vías de desarrollo que llaman, o sea, la miseria, el hambre y las ganas de emborracharse para olvidar que estamos jodidos y endeudados de ideas y de sueños.
Cualquiera sabe en Bogotá que una vez pasada una tanda de música el que asume el control de la Rokcola, deja mamando literalmente a los demás con el ritmo de su preferencia, así que una vez nos apoderamos de la cajita musical que funciona con monedas de doscientos pesos, fueron como cincuenta canciones de vallenato. Cualquiera dirá, “joder tío”, quién se aguanta tremenda parranda sin darle oportunidad a un Vicente Fernández, o a Pink Floyd, Alicie Chains, a los nunca olvidados Guns and Roses, al mismo Fruko y sus tesos ahora que están de moda otra vez. Pero sin jáctanos de tantos ingredientes básicos, la amistad se engrandece en la medida que nos hacemos viejos, libres y hermanos. Entonces la cuestión se amarro al estilo de “un pie forzado”, para los que no saben qué es lo del pie forzado, los invito a que consulten sobre la decima y la piquería. Así que nos intricamos a medida que escuchábamos los distintos temas que la bendita Rokcola iba soltando, en una sarta de amuletos de acordeoneros, cantantes y compositores, entonces surgió nuevamente la idea de escribir este artículo donde el tema principal tenía que ser la canción interpretada por los Hermanos Zuleta: El viejo Miguel.
Porque esta canción, o porque no, unos benditos versos, o Tu serenata de Diomedes Díaz, o Chispitas de Oro, la cosa es simple porque nos gusta y nos convida a pensar en una hermenéutica hecha de esta forma y sin que Don Miguel de Unamuno, u Ortega y Gasset, se sientan tristes desde sus tumbas sobre el trato que le estamos dando al castellano, a la filosofía, a la literatura y a la poesía en este Blog a la sazón de la filosofía hecha para kantianos o hegelianos, ahí sí nos tocará dedicarles un vallenato como Los maestros, cantado por los Hermanos Zuleta, donde las gallinas europeas nos caguen por fin el oro que se han ido tragando desde hace más de quinientos años.
La canción El Viejo Miguel, escrita por Adolfo Pacheco Anillo, constituye dentro del sonajero de este compositor, una especie de alegoría a la estrafalaria ambición que tienen estos pueblos amerindios de salir de su atraso social y económico, miguel somos todos los que buscamos en las escamas de los peces, el origen de todas las cosas para luego construir imperios que sólo tienen dentro de sus entrañas otra especie de leviatán, el leviatán de la industrialización y el mercado. Así el dolor descansa sobre una torre de cadáveres los cuales son buscados en los torbellinos de papeles de los organismos de control del Estado, Miguel es el ausente que se marcha, el que se destierra o porque busca un mejor futuro más allá de las fronteras de un Hikikomori que se encierran en las conductas sociales que lo llevan a abandonar todo por un mejor porvenir, o porque una mujer le ha hecho trizas las tripas del corazón, lo hace el mexicano al cruzar la frontera, o el árabe que busca las orillas de Europa, o el africano que huye de sus propios designios, o el Chino que llega a Lima Perú, a Quito Ecuador, o a Bogotá, con sus recetas de especias y arroces capaces de alimentar ejércitos enteros por unas cuantas monedas, y todo esto ocurre porque nos han enraizado la idea de que este mundo, el entorno que nos rodea ya no es seguro, pareciera que el pobre de Leibniz se equivocó al decir que este es el mejor mundo de los posibles.
“Buscando consuelo, buscando paz se fue el viejo miguel”, Elías –El profeta- también lo hizo, él fue arrebatado por un carro de fuego y se marchó, no ha vuelto y ni volverá por su capa que dejó en el arrebato de la partida. Quizás la muerte sea ese carro de fuego que nos libera de la angustia, del terror, del temblor del cual el viejo Kierkegaard buscaba afanosamente huir. Adolfo buscaba escaparse de sus mujeres, de sus hijos, de sus alegrías y de sus tristezas, su refugio lo encontró en la música, en la guitarra, en el canto, en la poesía vallenata, en su tierra, en su laberinto como profesor de escuela, en su maleza política y social.
Sin embargo nos señalo el camino como si él fuera el Hermes que comunica a los vallenatologos un rumbo, un sentido, una forma que simplifica la buena letra de una canción: “Parece que Dios con el dedo oculto de su misterio Señalando viene por el camino de la partida”* , esta metáfora constituye el secreto, la puerta falsa de la idea de un orden universal, el de una fuerza vital que engendra a cada instante el poniente y el naciente de una idea, magnifica ensoñación que nos permitió, en la Rockola del Mono jugar y trabar amistad con Luis Carlos Pacheco, Alexander Carreño y Restrepo, hablar de la política santista con Héctor Gonzales de la corrupción que el mismo ahora presidente Santos ayudó a construir y que hoy en día persigue hasta debajo de los platos, o sobre la vieja promesa de un conversatorio sobre la literatura Borgiana con el excelentísimo estudioso del folclor Caribe el señor: Carlos el “gato” Martínez. Por ello sugiero que cuando quieran hablar de cosas importantes lo hagan en una Rockola, y cuando quieran, drogas, mujeres fingidas, silencios pagados, o comida rebuscada les auguro el parque de la 93.
* Tomado de la canción El Viejo Miguel: Compositor Adolfo Pacheco Anillo.
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