martes, 21 de enero de 2014

MI ABUELA Y EL CORSARIO NEGRO

Mucho tiempo después hubo de regresar Ariel Parra, a la tarde aquella en que su abuela María Dolores Gales Posada, lo llevó de la mano de sus recuerdos al muelle de El Banco Magdalena, lugar donde ella jugaba a pie descalzo mientras las gaviotas picoteaban las aguas marrones del Río Magdalena en busca de ángeles plateados que se confundían como peces mientras eran atrapados. Hoy disfruté de ese viaje inesperado gracias a la fuerzas del azar o de la casualidad al “viejo Banco puerto” en compañía de mi amigo Gelver Andres Ortega, quien para su gusto y desparpajo no sabía el valor que tiene para mí toda esa región, pues, era mi abuela la que inundaba de historias imposibles mi mente cuando era un niño sobre aquella mágica región, cuando aún los hombres eran talismanes que brillaban por su peso natural, hoy sólo quedan las gaviotas que se resisten al olvido y a la contaminación del Río oscuro que los alimenta en silencio mientras los viejos se desgastan en horas interminables en juegos de cartas mientras la luna inmensa se cuelga del cielo una vez más esperando el juicio final y a los enamorados que un día le escribieron versos y le contaron sobre mitos lejanos. 


Al recorrer esas tierras veo entre sus sabanas el deambular de hombres y mujeres hechos de terrones de sufrimientos y destierros, veo sus corazones oxidados por la fuerza de la violencia asesina de los paramilitares en su tiempo, y hoy veo otra forma de la violencia, la violencia de la agro-industria que tiñe de verde todas esas tierras con los cultivos de palma quien seguramente los esclavizarán hasta que la tierra deje de parir el aceite que llenará los bolsillos de unos pocos, mientras el resto de la humanidad comarcana rema en silencio hasta el precipicio de la muerte sin un recuerdo bueno que los libere de las cadenas del olvido en que los tiene el Estado Colombiano y sin embargo aún entre las aguas cenagosas y plateadas los pescadores hunden sus pensamientos que luego se agitan como peces y llenan sus canoas de sueños al rayar el día o al finalizar la tarde.


Sobre el pequeño muelle se agrupan como manatíes las pequeñas embarcaciones que llevan a lo largo de la región momposina a propios y extraños, mientras en los muros del pueblo los avisos publicitarios de las campañas a Cámara y Senado, dejan corren los nombres de quienes en su momento fueron sus mayores verdugos con el paramilitarismo y la violencia armada de las tres últimas décadas, caciques e hijos de gamonales tienen al borde de la ruina al pueblo como tal; embarcaciones como el “Corsario Negro”, nos impulsan a volar la imaginación de una región que sirvió como paso obligado al centro del país, y las luchas armadas del general Bolívar hoy sólo son cosas del pasado que ya nadie entiende, o no recuerdan al menos, o que ni si quiera nos sirve como un remedio para nuestros males de memoria colectiva.


Del maestro Barro y su música sólo se escuchan sus ecos en los rincones de las casas viejas que se resisten a la ruina y al olvido. De la alegría de sus mujeres las pude palpar de algún modo en la sonrisa de Katherin Rodriguez. Y de la fuerza viva de mi abuela en las calles del Banco Magdalena sólo puedo decir que muy poco queda ya de las horas interminables cuando jugaba a las escondidas mientras mi bisabuela María Candelaria la llamaba para que le echara el maíz a los pollos al compás de las viejas que pilaban el maíz en los patios sin cercas ni portillos. Volver al pasado de ella es volver al principio de los tiempos que se nutren con este pequeño escrito que trata de remendar las telarañas de un pasado fugaz que ya no existe en las arenas y muros del viejo Banco puerto que sólo ve pasar la piragua de la desolación y la barbarie humana entre sus aguas eternas y pasajeras.

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