viernes, 16 de mayo de 2014

LAS VOCES DEL REVERENDO HIDALGO

El Totumo es un árbol tosco que crece en tierras secas y calurosas, sus hojas verdes no son demasiadas frondosas como para dar una sombra que refresque el calor. A unos diez metros de donde estamos se encuentra uno de estos árboles cargados de totumos ovalados con los cuales se hacen cucharitas para tomar sopa y el delicioso sancocho de pescado. Según me cuentan tiene más de cincuenta años de estar ahí, ha visto crecer a más de cinco generaciones de la familia siendo un testigo mudo de sus tristezas y celebraciones.
Son las once de la mañana, la brisa ha huido y el sopor del medio día se acerca lentamente como un anciano que no tiene afán por llegar al destino marcado en sus pasos. Hace unos minutos he llegado a la vieja casa, la altura de su techo se asemeja a la de una iglesia, todo es amplio, la sala, las alcobas, la cocina, el corredor. Parece que fue hecha por gigantes para gigantes, pero una voz que suena como si estuviera escuchando mis pensamientos resonó en un lugar: ¡que va, la construyeron para evitar que hiciera tanto calor y fuera un poco más fresca! Saludo la voz, es una mujer con una de esas batonas wayuu coloridas y una cara de buen humor, que va apareciendo como una flor que se abre al calor del sol.
Me encuentro sentado en una vieja silla mecedora de mimbre rojo, al lado del Reverendo Hidalgo. Él es un tipo delgado con un rostro escuálido, de tez morena, cabello liso y una mirada sonriente que no aparta de la profundidad del patio. Se nota la antigüedad de sus manos, la plata de sus cabellos y los siglos de su voz. Habla con lentitud y una sonoridad parsimoniosa, tiene el encanto de los narradores, conecta historias de una manera que me hace recordar a Sherazade, la de la mil y una noche.
Yo soy Benko Biojó y he venido a visitarlo porque quiero escuchar el ruido del Magdalena, la brisa de las sabanas del Bolívar, del Cesar y de los hombres que a lomo de caballos y burros hicieron su historia. Llevamos más de tres horas y los relatos son sencillos y fantásticos, mientras nos comíamos el almuerzo, un pescado frito con arroz y bollo de yuca no paró de hablar. Por eso ahora quiero saber de su vida.
Benko Biojó: Reverendo Hidalgo, cuénteme cómo fue su niñez, cómo era el pueblo cuando usted corría por estas calles. 
Reverendo Hidalgo: Mi niñez fue demasiado simple, natural, sin demasiados lujos, pero con lo más esencial que puede tener un niño: la libertad. Las calles de este pueblo eran polvorientas, en las noches como no había luz artificial nos alumbraba la luna, una luna soñadora en un cielo colado por estrellas, y si no había luna, entonces unos mechones llenos de petróleo iluminaban las casas y algunos vecinos los sacaban a la calle para que los andariegos no fueran a tropezar y caer.
B. B: Usted dice que la libertad es lo esencial de un niño, cómo puede saber un niño que es libre.
R. H: En ese momento no sabía que lo era. Pero la vida era un juego, magia, invención, creación, era estar con mis amiguitos y disfrutar las cosas más sencillas, desde jugar con tierra, hasta revolcarnos en una grama verde que luego nos producía una rasquiña feroz. Después de muchos años la libertad se configuró desde esa base y tiene un fundamento tan fuerte que a pesar del tiempo no se ha venido al suelo.   
B. B: Y su juventud cómo transcurrió.
R. H: Jugando en una cancha polvorienta, estudiando y haciendo una que otra maldad por ahí. Te cuento que en esos momentos llegó la interconexión eléctrica y salíamos con mis hermanos a donde la vecina que tenía un televisor a blanco y negro a ver las películas que pasaban por los únicos dos canales que cogía. Veíamos: Bonanza, El hombre increíble, T J Hooker, Patrulla motorizada, y otras películas que luego nos convertíamos en esos personajes y jugábamos a los buenos y los malos. Debo confesarte que eso acabó con las reuniones nocturnas donde mi padre nos contaba cuentos, y cuando nos quedábamos dormidos los dos que nos habíamos dispuestos cerca a sus piernas, nos decía: bueno ya estos dos cayeron, nos levantaba nos daba la bendición y nos íbamos a acostar en las hamacas.
Eso también lleno de luz las calles, y éstas perdieron el encanto y la magia que tenían en la oscuridad, no volvimos a jugar a las escondidas, a cuatro, ocho doce, a Emiliano y una serie de juegos y rondas, precisamente porque todo había cambiado y nosotros íbamos a cambiar. Los viejos que contaban historias se sentaban al frente del televisor y nosotros a su lado. Dejamos que un aparato fuese el nuevo narrador.
B. B: Cuál es el recuerdo más antiguo que tiene.
R. H: imagínate ese recuerdo data de cuando tenía cuatro años. Mi mamá estaba haciendo una sopa de pata de vaca en un fogón de piedra al fondo del patio de la casa, eran más o menos las 7:30 de la noche, era un diciembre y, en el patio de la casa vecina, sonaba una cumbia y una señora bailaba con un mechón encendido en la cabeza, se movía como una palmera agitada por la brisa de enero, tenía tanta cadencia que me acerqué a la cerca que dividía los patios, estaba atónito era un acto de brujería, magia y artilugio, ese es el recuerdo más antiguo que tengo, vuelvo al fogón y ahí está mi mamá revolviendo la sopa con una cuchara inmensa de madera, saca un poquito, lo prueba y me da a probar, me mira con una mirada que dice: cierto que está bueno, y yo con esa cara de cuatro años dibujo una sonrisa afirmativa.    
Los niños pasan de un lado a otro del patio, juegan con cuanto chechere encuentran, se detienen y nos miran queriendo saber qué hacemos ahí dos viejos vestidos de tiempo, y el silencio nos arropa por unos segundos una brisa calurosa lame nuestra piel centenaria.
B. B: Tú crees que después de todo hay algo para narrar
R. H: Es posible que hayamos narrado lo suficiente o no hayamos narrado nada. Ahora recuerdo a Heidy Yalile León, la niña que estudió conmigo en noveno y a la que le escribí un poema para un lunar que tenía en la nariz, eso lo narré cuando tenía catorce años, ella era hermosa es posible que los años hayan agotado su hermosura. Entonces su belleza permanece en el poema, pero el poema ya no existe.

Como terminar de escribir todo lo que hemos hablado, tendré que hacerlo por parte. Él asiente con su rostro moreno y sus ojos mirando hacia el fogón de leña de la abuela, sé que en esos momentos está en su memoria alguna historia que en la próxima parte la contaré. Mientras tanto yo lo seguiré escuchando para que sus palabras ebrias descansen en estas páginas vírgenes, violadas por las manos de un negro que busca la forma de encontrar su tierra consumida por el hambre.        

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