El Totumo es un árbol tosco que crece en tierras
secas y calurosas, sus hojas verdes no son demasiadas frondosas como para dar
una sombra que refresque el calor. A unos diez metros de donde estamos se
encuentra uno de estos árboles cargados de totumos ovalados con los cuales se
hacen cucharitas para tomar sopa y el delicioso sancocho de pescado. Según me
cuentan tiene más de cincuenta años de estar ahí, ha visto crecer a más de
cinco generaciones de la familia siendo un testigo mudo de sus tristezas y celebraciones.
Son las once de la mañana, la brisa ha huido y el
sopor del medio día se acerca lentamente como un anciano que no tiene afán por
llegar al destino marcado en sus pasos. Hace unos minutos he llegado a la vieja
casa, la altura de su techo se asemeja a la de una iglesia, todo es amplio, la
sala, las alcobas, la cocina, el corredor. Parece que fue hecha por gigantes
para gigantes, pero una voz que suena como si estuviera escuchando mis
pensamientos resonó en un lugar: ¡que va, la construyeron para evitar que
hiciera tanto calor y fuera un poco más fresca! Saludo la voz, es una mujer con
una de esas batonas wayuu coloridas y una cara de buen humor, que va
apareciendo como una flor que se abre al calor del sol.
Me encuentro sentado en una vieja silla mecedora de
mimbre rojo, al lado del Reverendo Hidalgo. Él es un tipo delgado con un rostro
escuálido, de tez morena, cabello liso y una mirada sonriente que no aparta de
la profundidad del patio. Se nota la antigüedad de sus manos, la plata de sus
cabellos y los siglos de su voz. Habla con lentitud y una sonoridad
parsimoniosa, tiene el encanto de los narradores, conecta historias de una
manera que me hace recordar a Sherazade, la de la mil y una noche.
Yo soy Benko Biojó y he venido a visitarlo porque
quiero escuchar el ruido del Magdalena, la brisa de las sabanas del Bolívar,
del Cesar y de los hombres que a lomo de caballos y burros hicieron su
historia. Llevamos más de tres horas y los relatos son sencillos y fantásticos,
mientras nos comíamos el almuerzo, un pescado frito con arroz y bollo de yuca
no paró de hablar. Por eso ahora quiero saber de su vida.
Benko Biojó: Reverendo Hidalgo, cuénteme cómo fue
su niñez, cómo era el pueblo cuando usted corría por estas calles.
Reverendo Hidalgo: Mi niñez fue demasiado simple,
natural, sin demasiados lujos, pero con lo más esencial que puede tener un
niño: la libertad. Las calles de este pueblo eran polvorientas, en las noches
como no había luz artificial nos alumbraba la luna, una luna soñadora en un
cielo colado por estrellas, y si no había luna, entonces unos mechones llenos
de petróleo iluminaban las casas y algunos vecinos los sacaban a la calle para
que los andariegos no fueran a tropezar y caer.
B. B: Usted dice que la libertad es lo esencial de
un niño, cómo puede saber un niño que es libre.
R. H: En ese momento no sabía que lo era. Pero la
vida era un juego, magia, invención, creación, era estar con mis amiguitos y
disfrutar las cosas más sencillas, desde jugar con tierra, hasta revolcarnos en
una grama verde que luego nos producía una rasquiña feroz. Después de muchos
años la libertad se configuró desde esa base y tiene un fundamento tan fuerte
que a pesar del tiempo no se ha venido al suelo.
B. B: Y su juventud cómo transcurrió.
R. H: Jugando en una cancha polvorienta, estudiando
y haciendo una que otra maldad por ahí. Te cuento que en esos momentos llegó la
interconexión eléctrica y salíamos con mis hermanos a donde la vecina que tenía
un televisor a blanco y negro a ver las películas que pasaban por los únicos dos
canales que cogía. Veíamos: Bonanza, El hombre increíble, T J Hooker, Patrulla
motorizada, y otras películas que luego nos convertíamos en esos personajes y
jugábamos a los buenos y los malos. Debo confesarte que eso acabó con las
reuniones nocturnas donde mi padre nos contaba cuentos, y cuando nos quedábamos
dormidos los dos que nos habíamos dispuestos cerca a sus piernas, nos decía:
bueno ya estos dos cayeron, nos levantaba nos daba la bendición y nos íbamos a
acostar en las hamacas.
Eso también lleno de luz las calles, y éstas
perdieron el encanto y la magia que tenían en la oscuridad, no volvimos a jugar
a las escondidas, a cuatro, ocho doce, a Emiliano y una serie de juegos y
rondas, precisamente porque todo había cambiado y nosotros íbamos a cambiar. Los
viejos que contaban historias se sentaban al frente del televisor y nosotros a
su lado. Dejamos que un aparato fuese el nuevo narrador.
B. B: Cuál es el recuerdo más antiguo que tiene.
R. H: imagínate ese recuerdo data de cuando tenía
cuatro años. Mi mamá estaba haciendo una sopa de pata de vaca en un fogón de
piedra al fondo del patio de la casa, eran más o menos las 7:30 de la noche,
era un diciembre y, en el patio de la casa vecina, sonaba una cumbia y una
señora bailaba con un mechón encendido en la cabeza, se movía como una palmera
agitada por la brisa de enero, tenía tanta cadencia que me acerqué a la cerca
que dividía los patios, estaba atónito era un acto de brujería, magia y
artilugio, ese es el recuerdo más antiguo que tengo, vuelvo al fogón y ahí está
mi mamá revolviendo la sopa con una cuchara inmensa de madera, saca un poquito,
lo prueba y me da a probar, me mira con una mirada que dice: cierto que está
bueno, y yo con esa cara de cuatro años dibujo una sonrisa afirmativa.
Los niños pasan de un lado a otro del patio, juegan
con cuanto chechere encuentran, se detienen y nos miran queriendo saber qué
hacemos ahí dos viejos vestidos de tiempo, y el silencio nos arropa por unos
segundos una brisa calurosa lame nuestra piel centenaria.
B. B: Tú crees que después de todo hay algo para
narrar
R. H: Es posible que hayamos narrado lo suficiente
o no hayamos narrado nada. Ahora recuerdo a Heidy Yalile León, la niña que
estudió conmigo en noveno y a la que le escribí un poema para un lunar que
tenía en la nariz, eso lo narré cuando tenía catorce años, ella era hermosa es
posible que los años hayan agotado su hermosura. Entonces su belleza permanece
en el poema, pero el poema ya no existe.
Como terminar de escribir todo lo que hemos
hablado, tendré que hacerlo por parte. Él asiente con su rostro moreno y sus
ojos mirando hacia el fogón de leña de la abuela, sé que en esos momentos está
en su memoria alguna historia que en la próxima parte la contaré. Mientras tanto
yo lo seguiré escuchando para que sus palabras ebrias descansen en estas
páginas vírgenes, violadas por las manos de un negro que busca la forma de
encontrar su tierra consumida por el hambre.
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