Las
ciudades crecen en todas las direcciones y los hombres deambulan
perdiéndose entre los laberintos que éstas le proporcionan, cayendo
vuelta tras vuelta a la misma página; corren por las líneas
adoquinadas entre palabras mudas en movimiento, letras estáticas que
conversan una con otra y algunas que meditan sobre el lenguaje de la
calle. La noche conserva su viejo traje de luto y envuelve a los
borrachos en un sueño de distancias cercanas. Allá en una esquina
unas mujeres bostezan irremediablemente de frío, sus vestidos se
limitan a cortejar sus muslos de amibar, son espíritus vendidos,
pagados, violados.
Más
allá unas manos se levantan en una comunión con el viento y
mientras cantan un dulce, una cartilla de inglés, de hierbas
medicinales, de salvación de las drogas, de una cruz que guía, de
lápices y lapiceros, borradores de nata, piden una moneda para
comprar un pan, para llevar la cuota para la fundación cristiana, y
el viejo Baudellaire con el demonio en sus ojos cría a los nietos de
Caín y besa a todas esas Evas que aún no sienten el infierno como
castigo sino como un cielo de placer y capitalismo dinámico donde la
moneda requiere de yagas, gusanos, lepras, lástima, deseo, placer y
orgía productiva. Mujeres que la noche dibuja en las calles, llenas
de colores, llenas de mañas; estériles terrenos donde la humedad de
su desierto volcánico es leve e impalpable.
Cuántas
veces el poeta ha corrido y recorrido los andenes de la ciudad en
busca de un verso, un pan viejo, un limosnero soñador que ruega y da
gracias a Dios por sus males, una acordeón ciega que irrita al
viento con un ruido melódico. Muchas veces el poeta ha visto la
muerte dibujada en el rostro de los niños, el hambre paseándose en
el estómago de un perro, y los ultramundos contenidos en un frasco
de pegante. Es allí donde la palabra se queda sin calle y es un
simple aroma que persigue Grenouille para crear en su cerebro una
fragancia que identifique las aceras que acaba de asesinar y,
quedarse con el olor a orín, a estiercol, a dientes podridos, a
cadáver y construir esa tragedia silenciosa, esas historias que solo
las calles ven y conocen pero que se callan en su absoluto y odiable
silencio.
Gregorio
Samsa ha escuchado el llanto de las palmeras de la calle 57 por el
arboricidio de sus parientes que daban sombra a la Caracas, percibe
su muerte mientras cruza la ciudad en gusanos rojos repletos de
alimento humano, dejándose caer en su pereza que protesta por no
seguir deabulando en una existencia de número, ve como su cuerpo es
una figura llena de formas geométricas, se pudre. Huele mal y
prefiere seguir pudriéndose mientras su fe en el amor se le entierra
en la piel hecha manzana.
Los
autos pisan los cadáveres en esa afanosa carrera por eliminar la
distancia y el tiempo, el viejo reloj del centro se silenció y entró
en huelga, para él no existe el tiempo, decidió acabarlo y se
dedica a ver pasar los cuerpos esclavizados por las monedas, un fe,
un sueño. El antiguo e inutilizable carril del tranvía conserva los
pasos del asesino que el nueve de abril dejó un grito muerto en el
piso frío; y a veces en la abandonada noche, cuando las tildes de la
ciudad iluminan el corredor de la iglesia vomita gusanos de odio, y
siente rabia por los pasos inútiles que tiene que soportar todos los
días. Pasos que e son indiferentes a las paredes y paredes que le
son indiferentes a los pasos.
Observo
la noche y veo una sombra larga, la sombra de Silva, la sombra de
saberne finito, miserable en un fin único, sin calles, solo
enfretado a la última música de alas, a los últimos susurros y con
el último y definitivo aroma. Estas calles abren sus bocas y sus
ojos sin párpados, los ventanales emergen en lo alto. Los semáforos
menstruan de vez en cuando para limpiar la acera de la basura, el
desperdicio de la ciudad que agoniza con los pasos de Dostoievsky. En
el momento en el que aparece en las manos de Raskolnokov un hacha que
da muerte a la codicia como principio, como cosa y, a la inocencia
por azar, formando una mirada absorta de alegría mientras la sangre
corre por la Jimenez. Un radio recalca la hora, los obreros salen y
entran a sus oficinas. Callense todos, el sol ha derramado su última
hostia y el último vino, sodoma y Gomorra limitan y viven cerca a la
iglesia de la Soledad, sus puertas están cerradas, pero afuera unos
papelitos con manos complices te invitan al más humano de los
rincones donde el vaho del génesis enreda entre sus hiedras.
Volvemos
a recorrer las calles dispares, voces de protesta, eliminando los
cruces, inventando cuerpos desordenados, locuras irremediables,
destruyendo dioses en la solapa de los libros, alimentando la tisis,
la hemorragia, la lepra de un cartucho y un cambuche lleno de
semidioses olvidados, apartados por la muerte viva de la sociedad que
los destierra de sus olimpos de lujo. Morimos en el único momento
que deseamos vivir, y entendemos igual que Florez que algo muere en
nosotros diariamente. Las calles se apropian y enajenan nuestras
vivencias, solo seremos sombras que lamen el concreto. Después de
cien años, si le preguntas a las calles y logras sacarlas de su
apestoso silencio, de su risa bufona y su mirada despectiva, si le
preguntas por mí, y ellas te hablan, la respuesta que escucharás
será ¿y quién es ese? ¿acaso existe o existió?
No hay comentarios:
Publicar un comentario