Dicen:
“que Colombia es uno de los países más felices del mundo”. Sin
embargo nuestra realidad es otra, una colcha de retazos, una lógica
de lo impensado que supera la imaginación, eso es lo que somos a fin
de cuentas: un país que pare violencia. Es necesario salirnos de esa
estúpida irrealidad que nos ofrecen las estadísticas universalistas
de nuestro decadente enciclopedismo de revistas de quince minutos, de
que somos felices, aquí lo que estamos es podridos y gusaneados
desde que empezaron las masacres de las bananeras apenas empezaba el
siglo XX, nuestro siglo de las tinieblas latinoamericanas; por ello
en el siguiente artículo intentaré hablar de nuestra realidad pero
desde las orillas de la literatura nuestra, desde nuestra realidad
Caribe y nada más.
Acabé
de leer la novela escrita por Ernesto McCausland: El alma del
acordeón. Podría decir que está hecha para sentarse a reír y
llorar, para dejar de mover nuestros corazones y morirnos de una vez
y para siempre, o ir a un lugar donde no existan ángeles ni
demonios, a un lugar donde la lucha del bien y del mal sean vainas de
Dios. Esta es una novela que se narra así misma, no necesita de
calificativos explícitos o implícitos en cuanto a si es narrada en
primera, segunda o tercera persona, sencillamente es como toda
narración: un laberinto fenomenológico donde nadie escapa, donde el
mundo converge en un instante, esta novela contiene lo que posee el
hombre Caribe: palabra y espíritu, aquello que después de todo un
desenlace misterioso infundió el creador a su Golem, el Hombre:
alma.
El
alma del acordeón, es la forma
más noble de hablar de la realidad violenta que nos envuelve,
principiando por la manera trágica como el Protagonista Juancho Polo
Valencia vivió su vida, sus amores y sus temores de hombre, de
animal mitad bestia o mitad dios. Si bien Xavier Zubiri habla de que
el hombre “vive henchido de realidad”, para Valencia como se
hacia llamar Juancho Polo, es la violencia misma del hombre frente a
su infinitud la que le permite desconocer los códigos morales o
sociales a los cuales el mundo quiere confinarlo, como sujeto o como
lacra humana. La lucha se hace explicita en la letra de sus
canciones, en Alicia Adorada por ejemplo, el autor desafía lo divino
y lo terrestre, pues, el hombre además de ser la medida de sus
flaquezas, es también el principio de todos sus males, sin que por
ello no se corresponda a la culpa de sus acciones por medio del
duelo, el dolor y la tristeza.
McCausland
nos inserta en El alma del acordeón
como una excusa preparatoria para la muerte del hombre raizal, a la
desaparición de todo valor humano por la vida misma que ahora sólo
se fundamenta en el dinero y la violencia social. Para el novelista
el constructo de su obra consiste en desarrollar la tesis del decir,
del hablar del hombre Caribe, tesis que se apoya, -“quizás”- en
la filosofía antigua del hablar por medio de freses cortas, expresar
por medio de alegorías o metáforas radiantes el sentimiento humano
de la ausencia o la muerte del ser amado. Lo anterior permite dirimir
que existe una especie de lógica, un éter trascendental onírico,
uno de los personajes el alemán, -por ejemplo- que vino en busca del
acordeón enterrado por Valencia, extrañamente descorre el velo de
la violencia que mueve al poeta a pelearse con lo sagrado, con
aquello que más te termina demoliendo el alma: la perdida del ser
amado y ser acusado de ello.
En
Flores de María no sólo existe o co-existió el mito hecho carne
llamado Juancho Polo Valencia, sino que otros demonios elaborados por
la ciencia de la guerra también dejaron sus ondas heridas en el alma
de muertos y vivos. La violencia armada que narra el autor es el
espejo tardío que enterraron en nuestras conciencias la industria
capitalista de las potencias mundiales desde que llegaron a las
Américas todo tipo de europeos, y como resultado la “empresa”
paramilitar de los poderes oscuros de propios y extraños continua su
lucha hasta que no quedé nada que nos identifique como pueblo o como
cultura, sino que simplemente se busca un nueva raza de seres
asustados que vivan por un salario y olviden para siempre el amor y
la naturaleza que los embargó.
La
música y las letras de las canciones del juglar Valencia constituye
el soneto que todo gran poeta desea o busca, y en la vida de Juancho
ha existido además ese pasadizo secreto donde el acordeón se
convierte en arquitectura diatónica, o en el simbolismo hermenéutico
donde el mensajero de los dioses se hace así mismo obra de sí, a la
vez que olvida para siempre sus botas aladas en el vientre de la
tierra para que los gusanos se eleven hasta las entrañas del cielo
desde el infierno y corrompan las alas de los ángeles que nos
obligan a vivir en este lodazal de sufrimientos. McCausland hace
confluir el dilema de la vida y el de la muerte de la mano del
Juancho Polo el que cantaba sin dientes y sin fortuna económica,
mientras va tejiendo el revés de una cortina de augurios siniestros
que fueron labrando el horizonte del fenómeno paramilitar en la
narices de todos, una mancha oscura que fue entrando desde el Urabá
y el Magdalena medio hasta los mismos hombros de la Sierra Nevada.
La
novela como tal es una rueda de algoritmos y disposiciones
matemáticas donde el espacio se perpetuara como una eterna llovizna
de soledades vividas y fingidas, es una rompiente por donde los
personajes van cayendo a dentro muy adentro de las fauces de un mundo
prehispánico o mejor aún costumbrista. El acordeón es la llave
misteriosa que permite des-configurar un entre-tiempo donde el amor y
la parranda trazan el molde inacabado de una musica que apenas acaba
de descubrirse, que apenas acaba de comenzar un recorrido desde las
grutas musicales de la caja, la guacharaca y el acordeón. Personajes
como Vespasiano Izquierdo y Emilita conjugan el verso de la sin razón
del amor y la barbarie humana, esa barbarie que se ha desempeñado
sistemáticamente sobre la cultura indígena, sobre ellos que son la
piel y la carne que ha soportado el abuso de la mano cobarde que los
castiga.
Mientras
Leila Ustáriz permite hacer una incisión al cuerpo social que muere
lentamente ante nuestros ojos, por el otro lado está el tal
Karlheinz Birk quien se baña en las aguas de la realidad política,
social y militar de una nación que copió y olvida a su manera el
problema de la culpa sobre la base de la barbaridad criminal que
ejercen los bandos con el uso de las armas y la propaganda, me
refiero a la Alemania Nazi con sus practicas de “exterminio”
sobre población indefensa. Aquí también el extremismo de la
violencia sistémica va configurando al interior de la novela de
McCausland un arquetipo de muerte, terror, complicidad, malicia,
poder, gobiernos de todo tipo, indefensión, miedo, desplazamiento,
angustia y soledad. Aunque el amor es el paliativo de la guerra, la
guerra es el garrote que acobarda al más valiente.
Por
consiguiente en esta novela el alma del acordeón queda amordazada
como castigo por el exceso de locura libidinosa de Juancho, así como
quedan libres las almas de aquellos que lo amaron y lo veneraron aún
en el lecho de muerte, me refiero a Alicia Cantillo, quién lo amó,
y lo sepultó con ella en lo más profundo del reino de la melancolía
y la fiebre negra que sólo el amor produce cuando se es músico,
poeta y cantor. Sin más palabras Ana Polo hermana del juglar, lo
alcahueteó y lo fustigó con el embeleco de la promesa, hasta
hacerlo regresar del más allá que llaman, para que dijera en medio
de artilugios luciferinos su propia verdad sobre los hechos que lo
condujeron a ser el cantor maldito cuando ya los poetas sin aureolas
habían desaparecido de la faz de la tierra a finales de mil
ochocientos. Juancho fue el más maldito de los amados de Dios, y el
más feliz como decía él, de los que han tocado el acordeón. Los
invito a leer la novela, a reír o llorar, a escribir, o
sencillamente a sentir como nuestra alma se consume lentamente en
medio de balaceras y borracheras de malandros hijos de la guerra.
McCausland,
Ernesto. (2007). El alma del acordeón, Bogotá, Intermedio Editores.
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