domingo, 20 de junio de 2010

POR QUÉ SOY PESIMISTA


Viendo como se están desarrollando las tendencias políticas, la forma en que afrontamos nuestra realidad, el estado de indefensión en el cual muchos se encuentran sumidos en el país, y sobretodo el estado de conformismo de mis compatriotas, el futuro que les auguro a los colombianos no es nada bueno. Y no lo digo porque se vaya a elegir a Juan Manuel Santos presidente de Colombia; lo digo, por el conformismo de la mentalidad de muchos de nosotros, que a pesar de lo complicada que anda la situación del país, nos resignamos diciendo que esto toda la vida ha sido así.
Entonces la mayoría dejan en manos del tiempo decisiones que tendrían que tomar ahora, nos sentamos a contemplar santos, pensando que de esa forma se nos van a solucionar los problemas. Pero la oración más que un acto de contemplación debe ser palabra en acción, que contribuya de verdad a cambiar esa realidad que nos consume y no un acto de aguantar y de hacernos dignos de entrar en un cielo que parece reservado para los que se conforman a recibir atropellos e improperios por parte de unos, que amangualados de muchos que se hacen llamar guías espirituales son los culpables del adormecimiento mental de nuestros compatriotas. El amor como centro de la mayoría de las religiones, es acción, y la acción es creadora, la que da vida y es capaz de compartir y mejorar, es capaz de cambiar el mundo, pues una vida sin amor es como una revolución sin ideal.
Somos conformistas, llenos de ideales de estomago, las ideas fluyen en medio del desespero y se acallan cuando la barriga está llena. Nos quejamos de los atropellos, pero cuando los cometen contra nosotros. Decimos que las cosas andan bien, no porque así lo percibamos, sino porque los medios nos recrean una realidad que parece sacada de un cuento de hadas, y no aquella del diario acontecer de nuestra nación, pues los medios nos endiosan a líderes sin escrúpulos que lo único que les interesa es mantener las cosas como siempre han estado, o sea, los ricos más ricos y los pobres más pobres.
Conformados, o más bien resignados, como idiotas útiles, los colombianos van a las urnas a seguir el juego que siempre pone el poderoso para seguir legitimando tantos y tantos años de abusos. Y lo peor, es que la gente como si nada, no reaccionamos, ni siendo testigos de tantos actos, que erizarían a ciudadanos de democracias maduras y civilizadas, pero para nosotros, ya son parte de nuestra cotidianidad, se volvieron parte de nuestra cultura, la cual predica: aguantar y aguantar. No digo que la igualdad sea todos ser ricos o todos ser pobres, hablo de una igualdad que se base en el respeto por la dignidad humana.
Y sin embargo el colombiano es optimista, porque aquí preferimos a los malos, creemos que el respeto se gana con insultos y hablando duro. Justificamos actos deleznables, con el discurso que eran ellos o nosotros. Nos negamos a la legalidad, aprobando las violaciones de las fuerzas del Estado, sólo porque la trampa –o la malicia indígena– nos da disque resultados.
Son optimistas, porque son más avispados que los demás, y en realidad sólo son unos tontos que toman supuestos atajos que después los harán devolver por lo complicados que son. –Pues para que lo hago fácil, si difícil también se puede.– Esa parece ser la premisa. Ser legal es mucho más fácil, y sin embargo no son capaces de cambiar, de afrontar la realidad, y creen que la esperanza es sentarse a esperar, no ir en busca de algo que reinvente, que renueve, se unen a causas hechas con babas, que son actos más de moda y glamur, que hechos significativos que den un vuelco a la realidad del país, y lo peor es que nuestros líderes, aquellos a quienes siempre elegimos, son los que nos tienen sumidos en la situación en la que andamos y la cual muchos se niegan a reconocer, pues con unos buenos tragos en la cabeza y la barriga llena todo parece estar mejor, entonces para que cambiar lo que supuestamente está funcionando.
Somos una democracia de discursos y no de hechos, nos endulzan el oído y después nos dejan botados. Y lo peor es que el optimismo que ronda en muchos colombianos, es aquel que nos muestran las novelas, y por eso esclavizados, entregan la vida a mediocres sainetes que supuestamente nos reflejan, cuando la realidad del país es mucho más que narcos, guerrilla, paracos y mujerzuelas.
Son optimistas, porque se creé que la palabra revolución, se asocia con guerrilla y terrorismo. Las revoluciones no son más que actos que nacen en el pueblo para transformar la sociedad, para darle su dignidad al ser humano, –por paupérrima que sea su situación–, para buscar una mayor equidad, para que los pobres no subsidien a los ricos, ni el Estado oprima a los débiles ni a sus opositores, para hacer que los de arriba no sólo se acuerden de los pobres en elecciones, las revoluciones buscan independencia, soberanía y respeto, pero aquí somos sujetos dependientes de tamales, cervezas y lechonas, cuando no lo son de burocracia, tejas o ventiladores.
En cambio, yo soy pesimista, no porque todo esté perdido, sino porque eso me lleva a pensar que puedo construir un país de verdad mejor, a soñar un país con más igualdad, sin desplazados, sin niñas que quieran ser las esposas de un mafioso para llevar una vida supuestamente digna, un país en que las ideas distintas sean respetadas y ante todo, un país en el cual se respete la vida. Soy pesimista con el futuro del país, y eso no significa bajar la guardia, sentarme a esperar lo peor o sumirme en la resignación, pues si hago eso, haría lo que muchos de los que nos gobiernan quieren, acallar a los idealistas para que todo siga igual. Porque como lo dijo el gran José Saramago, quien falleció el jueves pasado: “Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay”.

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