domingo, 22 de agosto de 2010

DE LAS TENTATIVAS Y OTRAS PASIONES: LIBRO DE CUENTOS

VII
….

Excitación



En la oscuridad las sombras se tentaban así mismas lejanas y perpetuas. Ni frío ni calor, sólo un inmenso llano repleto de arbustos mordisqueados por las tinieblas. La cordillera separaba el ancho mar de las costas raídas por un meteorito llamado continente. El paso del caminante era alargado y a veces se estrechaba con el bamboleo que sufría su espalda a cada momento. Así mismo se desvanecían con las horas inclinadas sobre la noche inmensa las fuerzas por intentar alcanzar pronto el horizonte infinito. La claridad se agotaba a medida que el vacío de los pensamientos murmuraba algo al respecto. Intentó tragar algo de comer, pero le fue imposible. En todas las direcciones había un laberinto de señales convexas, luego acudió a un punto exacto por donde escapar sin ocasionar un deterioro a la realidad absurda de la culpa. Su pulso suave como una seda hecha con hilos invisibles le proporcionó de manera estupenda la sensación de estar flotando de nuevo sobre un astro inverosímil y tardío. Se fue hasta la orilla que lo dirigía al centro de la llanura para cerciorarse que tenía miedo de morir desgarrado por un sueño maldito, así que decidió sentarse sobre una duna de un negro oscuro: apacible. La quietud del lugar donde yacía lo conmovió hasta dejarlo despierto frente a un mar lejano y sin rumor, aquel mar estrepitoso de la mañana no era más que una línea oscura que moría siempre en el mismo lugar, donde Poseidón seguramente fue visto por última vez. Trato de recordar un avestruz en forma de pájaro fracasando totalmente en el instante, sin embargo la oscuridad le trajo una mariposa que sujetaba una sombrilla de un terciopelo negruzco, pero el objeto desaparecía a medida que el insecto jugaba con las manos del caminante; las mofas curiosas se fueron desvaneciendo con el calvario y la pesadez horizontal de un hombre cansado de ver siempre lo mismo se iba desplomando poco a poco. La quietud se comportaba de la misma forma de principio a fin, los sobresaltos de la realidad no constituían un desgarramiento colosal frente al podio, o la locura repentina de una cascara de huevo asaltada desde su interior por un ser extraño a ella, es decir, el óvolo de la muerte no tenía aquella noche deseos de precipitarse desde algún lugar remoto sobre la sombra que descasaba sobre una duna cualquiera en medio de la nada.
Los recuerdos no tardaron mucho en asomarse —a trompicones—por cierto, contaminado el silencio de las horas. El caminante dejó casi por completo los impulsos de la vida en una horda de murciélagos infantiles, los cuales se esfumaron por los rincones de un alma insignificante que no sueña. El hombrecito decidió dedicarse de lleno o por completo en los momentos en que la luz del día aparecería para arrebatarlo conscientemente de aquel lugar, se dedicó a degollar fantasmas con una guillotina invisible. Después de sentir la iniquidad de las horas optó por caer despacio sobre la duna plenamente, a la vez que sintió deseos de despertar a la anciana durmiente de un cuento infantil prestado de momento por los recuerdos tímidos de una niñez ajena a él. Era imposible que aquella bella no fuese ya una criatura fea, de nariz a largada, de ojos marchitos, de piel calcinada por los años, o que los acompañantes [Los hombrecitos] cansados de esperar, ya muertos en el comienzo o consumación de las cosas, anduviesen por allí despiertos junto al cadáver prácticamente fosilizado de Blanca Nieves, saltando de una realidad a otra sin que nadie se hubiese percatado de todo y tratar de escribir una fabula al respecto, o mejor aun un cuento. Él por su parte hurgaba su memoria tratando de morir en algún agujero de la tierra. Muerte sobre muerte, y un eco que se repite deformemente a cada momento sin que nadie se percate de que la bella durmiente ha desvanecido, pero el polvo imperecedero de la fantasía la desocultaban de vez en cuando tras los barrotes del olvido, siempre y cuando un niño la volviese al mundo de la vida. Qué era el dolor, ese capullo floreciente y decidido en medio de aquella oscuridad, finalmente el sueño: la forma más apacible que tiene la muerte de hacernos con sus deseos lo venció enteramente.
Una alfombra de humo lo sedujo, lo engulló como a un necio que choca contra una tormenta de suave nieve. Del suelo sobresalían pequeños islotes que cortaban la planta de sus pies. En uno de los extremos de la vieja casa un cuadro sobresalía, de forma tal que parecía la prótesis perfecta de una mano invisible que mueve todo a nuestro alrededor. Trató de moverse, haciendo un esfuerzo por encontrar un punto de equilibrio en aquella realidad escueta, se sobrecogió de un momento a otro cuando descubrió que estaba en algún lugar debajo de la tierra. Se sintió enfermo, lleno de aneurismas cerebrales que decodificaban en un santiamén su pergamino existencial enrolladlo por siglos en la biblioteca inexistente de Alejandría. Abrió los brazos como un pájaro que causa intenso sufrimiento a olas invisibles que como ráfagas aturdían el sótano donde otro mundo guarda todos nuestros recuerdos y pensamientos. Se espeluznó intentando desplumar la posibilidad de que la noche estaba cayendo de repente y sin previo aviso sobre cada oquedad, ¿sortilegios de alegría interior?, nunca se sabrá; sin embargo esta alegría que le permitía escaparse por los corredores de la espaciosa caverna de los sentimientos a un profundo foso más bajo de aquel donde se encontraba despierto dormitando quizás para huir del infierno de las palabras, lo hicieron reflexionar sobre la posibilidad de la vida. Entonces se desparramó como un buitre aturdido por el reflejo de un sol inquietante y solaz. Meneo la cabeza de tal modo que parecía una bestia antiquísima tratando de salir de aquel recorte histórico y primitivo. Se subió de repente sobre los hombros de un espectro que lo vigilaba, y pudo ver que todo el reflejo que permitía la oscuridad era a penas el comienzo de un nuevo sueño asustadizo y lejano. El ruido de la fuente más próxima era fuerte, y oscuro. Del ombligo le salía una flema de color purpura, semejante a los torrentes iracundos de un fuerte vino, espeso, cavernoso, siniestro, lleno de diminutos seres invisibles que animaban el espíritu de la oscuridad. Ni casa, ni caverna, ni oráculos, ni tiempo, ni alegrías, tampoco se trataba ya de Orfeos capaces de compadecer a la muerte. El reino de la quietud sobrecogía a la luna en su abismo, olvidada por el sol, sintiéndose amarrado eternamente a un árbol viejo y sin raíces.
La hilera era extensa como un remo que se hunde en la profundidad inquietante de un océano por terminar. No se trataba de algún modo certero del hades, simplemente los necios remeros olvidaron desconectar la brújula para que los soñadores perdieran toda posibilidad de volver sobre sus pasos a tratar de desafiar a las entrañas del olvido. El fuego corría despacio tratando de borrar cualquier huella dejada en el paraíso, las sombras regresaron. Seguramente para impedir cualquier intento desmedido a favor del ave que se mecía sobre nubes de algodón consumado. El hombrecito se estrujo contra la duna, cualquiera que lo hubiese visto pensaría que estaba a menos de tres segundos de despertar. El cielo dejaba escapar un betún negro, imperceptible al tanto. Sus ojos estaban guarnecidos, de tal forma que sus parpados eran como la espesa pólvora que cobija a una bala suspendida en el vientre de un cañón que viaja de oriente a occidente tratando de encontrar la ruta de los galeones que jamás zarparon en busca de su destino. El pecho de la montaña parecía un anciano desnudo tratando de espoliar a la muerte con su presencia degradada por la soledad y el tedio. Aún se sentía el olor a tierra hirviente cuando el cielo negro como la mano de un Buda maligno rompió en relámpagos lejanos. De la habitación salieron dos sombras gemelas imitando el gorgoteo de una tubería rota y sin instalar. Necedad de las ranas que se sumergieron de repente frente al pantano, para salir luego convertidas en elefantes marchitos que se negaban a desfilar en un circo invisible que no poseía la atracción suficiente para que el público gritara lleno de arrebol consignas capaces de levantar una mariposa disecada por los años, la cual dormitaba en los cuadernos que el caminante usaría si algún día se convertía en niño. Aquella noche la muerte se retraso más de lo normal, a tal punto que todos imaginaron que el caminante no dormía sino que rezaba su última plegaria antes del amanecer.
La guitarra flotaba en una especie de catacumba diáfana, la isla de repente se llenó de hormigas que cargaban sobre sus espaldas inmensas y diminutas partituras salpicadas de orificios que se intercomunicaban con dimensiones lejanas de la música incierta que nunca tocaron sus manos. Los rayos apuntaban en todas las direcciones menos en la que dormía el solitario durmiente. El corazón palpitaba sin precipitación alguna entre el pecho y la duna. El clima no calaba en el frío o la desesperación. Las ramas del árbol más cercano apenas si le servían de escondite en caso que la lluvia asomara de inmediato. La guitarra dejó de ser un instrumento para convertirse luego en los grilletes que los sujetaban ferozmente al mundo de la esclavitud sagrada de lo prohibido. Aún dormido se abrió el pecho para sentir que estaba respirando de verdad, y que no era un sueño todo aquello. Buscó en sus testículos una última ilusión marchita, pero fue innecesario despertar para recomponer sus ideas acerca de la tarde y la noche, la mañana y el día. El cansancio fue superior a sus fuerzas femeninas, no sabía si parir aquella criatura eterna o callarse para siempre en aquel paraje de las tinieblas, donde el diablo agotaba todos sus recursos bíblicos para que la muerte lo dejara jugar a las escondidas con aquella criatura indefensa que dormía en sus proximidades. En la cabeza del hombre, un mar de langostas fluía como una herida abierta en la membrana unicelular de quien más tarde sería Abel. Nada de tiempo se dijo, mientras desistió finalmente de la idea de abrir sus ojos antes del amanecer. La duna de repente abrió sus piernas como una mujer cansada de esperar la madrugada. Las hormigas se llevaron el ruido de sus pasos imperceptibles, y las moscas de la noche cesaron su tarea nocturna, en aquel vacío nada se estrujaba contra las paredes de la oscuridad. Como en los cuentos de hadas la magia y la hechicería perdieron el valor oscuro, y el misterio no se conjugó definitivamente aquella noche. Los relámpagos movían fichas de tableros interminables, y desgarrando el velo virginal de la creación infinita el feto creció hasta la edad adulta. Un instante, eón de los eones que imposibilitan la mente más clara a captar esa premura del tiempo para que el movimiento sea repetitivo o eterno, y ningún ser sea capaz de cifrar aquella estrepitosa rapidez del ahora que se conjuga en pasado presente y futuro, lo confinaron a la adolescencia, para finalmente terminar convertido en un niño autista que fija su mirada en los objetos para tener la certeza de que el nombre corresponde correctamente a su imagen descrita por la memoria universal que lo sabe todo.
Una bestia sin rostro se acercó para meditar sobre su talento para asustar a los vampiros de la luz. La noche cerraba sus fauces de tal modo que el caminante se sintió en casa, en su hogar, en los profundos pechos de la oscuridad posó sus labios desfigurados por el tiempo, y su lengua del tamaño de un gusano anormal empujaba hacia dentro con todas sus fuerzas un liquido, fétido, que parecía más bien el elixir de un gusano descompuesto y demoníaco que la razón convertiría con el paso de los siglos en el cuerpo celeste y arquetípico de las ideas. La criatura continuaba durmiendo, y en sus recovecos mentales o cerebrales los dinosaurios chillaron ante la estrepitosa caída de una mujer desnuda a sus pies. Su vientre se agitaba como una barquilla mal puesta junto al mar embravecido, levantando un muro de espectros mentales antes que la luz corrompiese la pureza de la oscuridad. Los rayos lejanos se fueron para siempre, la balanza de los sueños mantenía hasta entonces el equilibrio perfecto del cuerpo y el alma. La forma invisible de su silueta le permitía ocultarse de los deseos luciferinos del juego y la derrota. No se conjugaron los verbos inacabados de la libertad en todo el con fin de la espera. Cerrojos incorpóreos atravesaban su carne como lanzas etéreas narrando en cada respiro nocturno el deseo por la unidad total de los elementos antes de que llegara el amanecer. La calma abrigaba el contorno del espacio vital de su sueño, cuando se vio abocado a salir de aquel trance. Hundido como un rostro contra la almohada interior de las palabras, logró despertar sin abrir los ojos. Del firmamento, del cielo amplio de los recuerdos una llovizna granulaba el olvido del ser y la oquedad de su silencio fue despertando a un mundo incomprensible: los músculos mentales se tensaron permitiendo arquear el origen y el fin de aquella noche, todo se había quizás trasvasado a un elemento superior.
La duna ya no le era extraña, sus parpados apenas si se movían. Sintió como sus pies tenían forma de rayos siderales. Sus brazos blandos como melcochas, le suscitaron ganas beber algo. La isla era apenas un pimpollo, amasijo recubierto por capas capaces de sobrepujar la vida y la muerte. No quiso pensar en el origen de las cosas, o el fin de las mismas. La larva de la muerte le corroía ya, el nervio óptico de la conciencia, de ese modo la razón dejo de ser la reina de sus reflexiones y se abandonó por completo al castigo de los dioses. El rayo de la mañana estaba en su máxima excitación. Sus brazos tomaron forma definitiva, sus piernas y pies dejaron de ser la materia oscura de la noche. Y la materialidad de su cuerpo empezó a concretarse como un trozo de roca recubierta por un mecanismo frágil llamado piel. Sabía que estaba sólo y repentino. Nada más que sus pulsiones lo encadenaban de algún modo al tiempo vertiginoso de la rutina cíclica de los actos humanos. Vacío por completo el lugar donde solía vencer a los dioses. No se trataba del miedo o la condena. Era otro el motor inmóvil que lo arrastraba aquella mañana por fin. Era prematuro imaginar una mesa servida. Tampoco quiso la compañía al menos de su sobra tardía. La aurora estaba íntegramente preñada con su luz amarillenta y dócil. El sueño estaba por completo fuera de su alcance cuando decidió emprender la marcha eterna de los días. La montaña dejó de ser entonces el pecho lacerado de un anciano desafortunado, y se torno por completo en el monstruo de cobre y salmos imposibles de entonar a esa hora de la mañana. El sueño le reparó nuevamente de la última jornada, y lo sumió por completo en la lucha imperecedera, se sintió feliz, autónomo, capaz de sobresaltos intestinales sin ningún síntoma adverso, de allí que emprendió la marcha en solitario hasta el pico de la montaña, olvidando para siempre el castigo de los dioses. Supo que él lo era todo, desigual, capaz de mover su propia naturaleza hasta el confín de lo hechos: sin inmutarse si quiera por el ayer o por el mañana, por fin lograba ser pleno y distinto… otro a la vez.



De las tentativas y otras pasiones:
Julio de 2010.

No hay comentarios:

Publicar un comentario