sábado, 30 de julio de 2011

FENOMENOLOGÍA DE PELUQUERO




El mundo de la vida en su aparecer histórico nos devela en todo momento sus sentidos, de un modo fundamental; de ahí, que para re-encontrarnos con él, es necesario indagar por el carácter de su intencionalidad, de su manifestarse, pues, su aparecer siempre está a la mano nuestra, sino que para ir a él: hay que rodearlo, ceñirlo, rondarlo, caminarlo y finalmente escrutarlo para tener algo que decir de su esencia. Para ello -al develarnos- tenemos que plantarnos en mitad de la ancha calzada de la existencia, y decir qué vimos. Por tanto el siguiente intento descriptivo será mi toma de conciencia a partir de la obra El Rinoceronte de Pietro Longhi. Fijaos bien en la pintura, antes que nada. Veamos entonces: el lienzo, el tamaño, los colores, la tribuna y los que allí espetan, la barrera, la mano que se alza y fustiga, los rostros que nos indican algo, el animal.
          Allá en el fondo una mujer me acecha, se esconde tras la nada que mira: lo que la identifica. Cómo acércame a ella, cuando tengo frente a mí, algo más que una simple mirada distante, pues, eso que está ahí es mi semejante, mi correspondiente: mi igual. En esta mujer me detendré para indicar el punto de partida, el inicio, la reflexión, el orden y el desarrollo de la idea –creo- esconde el lienzo.
Pienso en la voz, en la palabra articulada, sino hay rostro, no existe el sonido que comunica algo, que crea lo originario, la acción, finalmente: el verbo. Pero entonces qué tengo; -una imagen-, pero qué clase de imagen es. Carece de boca, de nariz, de un solo rasgo en la cara. Tiene un cuerpo, pero qué me puede indicar unas extremidades sin un rostro: quizás negación. Qué nos niega entonces: su naturaleza, su apellido, su arte, su ciencia, su fisonomía, su historia, su origen. De allí que me obliga a deconstruir, a pensar el sino de la niña y de la dama que la intima sobre lo que ve, creo entender que ambas están siendo ella, o sea, la unidad.
Volvamos otra vez al lienzo, a los personajes, a las tres mujeres y una más en mitad de un cuarteto, dos sujetos parados muy cerca, sus cuatro manos desaparecen detrás del montículo. Ella se traslapa, sabe lo que tiene y como se desvanecen las fuerzas vitales de lo que pre-siente y de lo que sentiría encima suyo con la estampida del joven animal. Los otros dos son el vórtice, espectan, devienen, juguetean con la mirada. Participan con la otra cosa, que está ahí, delante, puesta, aparecida, substanciada, incólume, vuelta sobre ella misma, pues el mundo es el mundo y el heno es el heno.
  Arriba la trinidad, y en medio del principio y el fin un faro a medio encender, una mascara que sujeta un rostro, o quizá un necio pretexto de la dama, para indicarnos un comienzo, o sea un momento de reflexión. Que está bien arriba, que bien se ve abajo dicen las señoras cuando van al peluquero, las oigo decir, cuando acompaño a Lucia al salón de “Belleza”.
Ayer por ejemplo le mostré la imagen del cuadro de Longhi; se fijó en la bestia como si nada, tan sólo me dijo: “A la mujer de arriba le faltó maquillarse”, luego soltó una risa, y me preguntó que para qué era eso; -le respondí que era una descripción fenomenológica-, entonces volvió a reír; “Más bien vamos a donde Tony, pues quiero tíntarme el pelo” pero antes de entrar me miro de reojo para decirme “ –Sabes- , Eva nunca tuvo un rostro hasta que probó del árbol del la ciencia” y como yo suelo decirle a ella, cuando bailamos vallenato, y logra cogerme el paso; –La cosa va por “ahí”, entonces ella, -agrego- la cosa del rostro va por ahí señor de Curumaní- pensé en Lévinas; y ella nunca leería a Lévinas, pues el tipo está muerto y Lucia con los muertos poco comulga. La regla es que cuando vamos al peluquero echamos pico y la pala sobre los que vagan en el mundo.
Ahora estoy en este salón de clases, y no veo un [lava cabezas], o un espejo para ver el sentido de mis ojos. Tampoco existe un secador de pelo. Pero tenemos pupitres donde sentarnos, y un tablero, y unos rostros que me miran, unos ladrillos que se repiten hasta el infinito. Entonces me obligo a pensar el cuadro desde lo mencionado ayer por Lucia que “Eva nunca tuvo un rostro hasta que probó del árbol de la ciencia”, al mirar de nuevo a la mujer empiezo a comprender el sentido de la escena, el milagro de la oscuridad empieza a declinar, veo la forma de su nariz, el tamaño de la boca, el color de sus labios, de repente entiendo que yo soy el que dibuja la imagen en mi memoria, el que devela un horizonte en la mirada altiva de la mujer por encima de todos.
Ella [la mujer en el cuadro] está ahí para que yo le devuelva un rostro, -pero cuál-; el de Eva, Cleopatra, María la madre Dios, el de La Magdalena quizá, el de Teresa de Jesús, Eloisa, George Sand, Juana de Arco, Policarpa, Manuelita Sáenz, mi abuela Dolores, Elizabeth la señora que me sirve el tinto donde trabajo; Lucia -en fin... están todas allí de pie para que nos perdamos en sus adentros, con sus remotos confines desde el paraíso: quizá sean ellas las que me contienen.
Toda imposibilidad posible está ahí, en un solo cuerpo que sostiene una mascara. Dentro de la mujer está el principio de la creación y junto a ella la trama que se repite. Volvamos los ojos entonces al principio, al fondo de la respuesta de Lucia; al árbol, a las hojas, a las ramas, a la semilla, a la sombra se que proyecta, su medio día, a la raíz, al color, al olor de la madera. Veo de nuevo el rostro de la dama, noté que de él sobresalen todas las mujeres anónimas que conozco, y nunca conoceré. Van de camino a todas partes, no existe ni oriente, ni occidente, todo está en el centro, en el punto, en la escena, en la vida real. Ella [la mujer del cuadro] es lo real, como mi madre cuando la miro, veo temblar sus manos, su mirada se pierde junto con la mía y el árbol de la ciencia no puede curar su estado.
Un sino oscuro, o negro, tiñe mi cielo, mi bóveda interior, un extraño presagio; es la dificultad de encontrar un maquillaje que supere la profundidad del asunto. ¿Cómo sabemos cuál es la edad adecuada de una mujer?, o el rubor propio para ella. Si es casada cambian las tonalidades de su rostro, si es viuda también, soltera, o en el mejor de los casos que sea de la vida buena, no podemos hacer nada si se carece del sentido de lo femenino. De niño anduve en medio de sus cuchicheos, de sus ires y venires. Siento sus pasos por toda la casa, el de mi abuela, digamos. Ella hablaba con firmeza, de sus años de vida, de su experiencia cuando Gaitán fue muerto; de la violencia asesina llegada de los Santanderes. De las seis niñas y tres niños que trajo al mundo como solía decir. Alguna vez mencionó que a Dios le era más fácil ser hombre que bestia; miro el cuadro de Longhi y sonrío de nuevo.
Bueno es hora de volver al punto, a la mascara. Su esencia constituye el modo de un aparecer, la manera como nos deslizamos hacia el centro del punto, viene a ser lo constitutivo. Hay un vacío por su puesto, una malla que se interconecta y configura el rostro. No podemos precisar el fondo o el grosor de lo que anuncia. Simplemente tenemos frente a nuestros ojos su intención, en otras palabras poseemos un arte que es la pintura como manifestación de la vida, en ello habita el espíritu que permite que la mujer sea la esencia de lo que nos interesa describir. En ella subyace una físis que no es el lienzo. Un sentimiento que abarca la totalidad de la obra, existe y lo sentimos, este sentir no es otra cosa que: el Ser.
Continuemos en ese sentido por el sendero. La mujer me remite a la palabra, y de ella sale una voz. Tal aliento es el despliegue de lo que ahora contemplo, o sea, lo universal de la esencia mujer. Este hálito yo lo determino: “El silencio de lo Real”. Es el despliegue de la conciencia que anima el sentido de nuestra humanidad, y esta mujer es a penas uno de los modos del aparecer en la realidad, de la potencia creadora, o sea la palabra fulminante hecha carne, ora tiempo, ora espacio. Mi ver, no es un mirar aparente, pues, la mascara es la ante-cámara al sentido de lo que ella encierra. No es un fundamento explicativo de la realidad, sino que es el temple de la presencia ya frente a mí lo que anima mi reflexión. Es lo tajante cuando veo de esa mascara salir el rostro de Lucia –pensemos-. Allí, ella frente a mí, en el salón con el peluquero, permite comprender el desvelarse de la conciencia, límpida, sin intermediación, esto es lo constitutivo del ser ahí, siempre fundante y cosmetológico.
La mujer detrás de la mascara es lo objetivante, lo primordial, en términos usuales, es el conector entre el decir del Ser, y el aparecer de la conciencia. Intelegir tal apertura de la mujer, da como resultado de inmediato un reconocimiento, una acción ya de ante-mano constitutiva de la esencia, en términos Huserlianos ella es lo correlativo a mí, deja de ser sólo conciencia de sí para adentrase en las región del mundo de la vida: entra a mí morada. A participar de lo categorial de la mundaneidad. Por tanto el Ser deambula en mis fronteras siendo Lucia, quien suele ir al peluquero, que detesta a los intelectos filosóficos. Ella que ríe mientras yo intento desembarazarme de los monstruos de la fenomenología, guarda su mascara en su mesita de noche, me dice que por si las moscas, pues argumenta que un buen día le puedo llegar siendo un cíclope. Iré, o volveré a su casa para que tratemos fenómenos de otro orden, que darán lugar a pensar el fenómeno de la obra de arte que nos presentó alguna vez el profesor Ángel María Sopó (año 2007), pues, allí donde Lucia yace, también encuentro heno en las noches para comer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario