sábado, 17 de julio de 2010

LOS INSECTOS DEL TIEMPO


Si aquella tarde los trapecios hubiesen estado solos, la mirada de risa se habría quedado en los lazos tiesos del tiempo. Arquímedes se sentó en el pozo esperando que la noche quitara la coraza de la tortuga, mirando los espacios donde la lluvia fluía con una máscara de nubes en un cielo cargado de incertidumbres. Las estrellas desvanecidas en las concavidades de los ojos reflejaron en la mirada de Amén el desierto que sus pies habían caminado tres siglos antes. Ella dormía junto a una palmera secada por el intenso calor y el sol caluroso de esas eras sin una historia escrita en los papiros de las manos. Creer que Amén estaba soñando, puede hacernos equivocar en la medida en que los sueños se crean en los dedos delgados del viejo Peyaye, mientras come un higo fresco bajo la sombra de un almendro y observa la inquietud de siglos y siglos. Era extraño, pero los labios de Amén estaban precisamente en la coraza de la tortuga, Arquímedes no entendía el color muerto de la concha, el silencio era extremo, y el viejo Peyaye jugaba en los lares de las sendas por donde había caminado el animal sin alcanzarlo, pero lo que ellos no sabían es que Amén esperaba el leve movimiento de un billete, de unas manos sucias o limpias, a ella eso no le importaba. Su piel fresca reflejaba la cinco de la mañana, y los relojes de arena dejaban caer el sonido silencioso del tiempo, connotando el factor intangible de las horas, envejeciéndola por unos momentos y haciéndola niña en otros. Sin embargo, lo que nos importa no es Amén, sino, la escena aquella donde ella se destruía en los barrotes de una soledad acompañada por sombras, sin cuerpos, sin almas, sin risas, sin nada.
En ese principio la soledad era el Todo, se recorría el espacio en un pequeño infinito de dolorosos soles, angustiantes lunas, y las sombras se proyectaban como posibilidades de hombres o mujeres, mientras sus cuerpos se horneaban en los calderos de fuego frío, dejando que las almas se tostaran como hostias de harina fresca. No había risa, sólo un sonido de gritos y balbuceos que hacían que la nada fuera precisamente la incomprensión de lo uno disperso. Las constantes fabricaciones de muñecos nuevos hicieron que el espacio inmóvil se hiciera móvil dejando que el tiempo y la distancia construyeran amores sin cuerpo y sombras sin risas. Fue así como Jana la madre de Lucrecio corrió un día en busca de las flores que asomaban por los senos de las cordilleras, y encontró detrás de las colinas una lontananza verde donde las aves no tenían nombre y el agua no había sido descubierta. Llegó al río donde Juno la preñó y de allí nació Herón, entre las ramas de un árbol que nunca pudo nombrar. Después de varios siglos donde las horas construyeron fábricas de relojes con cuerdas, y la distancia se recorre en automóviles, nada se sabe de Herón quien se acostumbró al olvido de una tumba que fue cubierta por la civilización del concreto y los cantos tecnológicos le susurran a sus oídos muertos. Pero si Amén recuerda a Herón, que la creó en un tiempo de cañones y fusiles, con una noche de truenos y tormentas, donde como no existía el tiempo ni el espacio, no había cabida a ningún concepto de pecado, y mucho menos se amamantaba la idea de la familia, y la sociedad no se nombraba en el lenguaje claro de los hombres salvajes, o de esos hombres en el sentido metafísico de ser hombre. Eso significa que ella sabe que es producto de un sueño realizado en las habitaciones de algún rincón del espacio diminuto que aún no conoce.
Ese martes en la mañana ya todo estaba construido, las avenidas se cruzaban saludándose entre ellas y los pájaros se posaban sobre los techos de los edificios; Sabrina abrió la puerta y salió a la calle en busca de aire pero las ráfagas de viento estaban contaminadas de un humo nocivo, sintió un deseo de placeres inmaculados para alejar aquella pereza por envolverse entre los brazos del fuego, el mismo fuego que la había creado sin que ella se pudiera revelar contra eso. Sabrina era una mujer horriblemente bella, sus piernas delgadas se levantaban como dos columnas de templos antiguos, sus labios tenían un color vívido y en sus ojos se pescaban momentos de infiernos mágicos, que los libros escritos y aún sin escribir jamás contienen ni podrán contener. Sin saberlo ella estaba en la lista de próximas empleadas, en la fila sentía asco de su vida, de seguir viviendo, por ello una mañana intentó romper el embrujo y el sortilegio de su vida. Sin embargo, las golondrinas no dejaron que su alma aún no construida se escapara de su cuerpo aún no probado; abrió el libro del viejo Gamaliel y se encaramó en una existencia de placeres que había atado durante varios años. Los antiguos arcanos consideraron que la humedad de los vellos estaba prohibido para una mujer sin pasado que evocar, que su piel había olvidado las caricias primitivas de un amante inexistente. Todo esto se construía en el momento en que Sabrina sin saberlo, abría la puerta de la calle y se lanzaba a ella sin una ruta predeterminada pero que inconscientemente la sumergía en lo mismo y en la misma habitación de dudas y relatos sin sentidos.
Los caballos se alejaron esa tarde de julio bajo una lluvia soleada y Maño se atrevió a cruzar la calle determinando su historia y la historia de Sabrina, fue entonces cuando en los labios, los ojos, la piel y los dedos de ella creció la evocación de otroros siglos, donde Jana y Juno volcaron la ranura de los relatos huyendo por los ríos demacrados de un desierto colmado de camellos, y Herón secaba en sus manos una tristeza por la muerte de Zilava dejando que Amén llorara por los senos podridos de su madre enterrados en una arena sedosa y caliente. Todas las máscaras se rompieron después de cinco siglos y siete eras, las miradas eviternas de Sabrina y Maño hallaron su antigua historia colgada en una mochila de hilo sobre el anca de una serpiente que cambiaba de piel cada decenio. Dirán que ellos esa tarde fueron amantes, pero tal hipótesis es falsa, pues nunca llegaron a eso. Incluso si Sabrina no hubiese muerto preñada de insectos una noche de júbilo mortal en un lecho duro, y le preguntaras si conoció a Maño, ella diría que no. Incluso si vamos donde Maño y su sordera, su ceguera y su mudez lo permite, el dirá que no conoció a Sabrina. Lo único cierto es que Peyaye sigue frente al espejo dando vueltas a una esfera de barro que gira en torno a un eje invisible, y Arquímedes mira la tortuga alineada junto a la serpiente que carga la mochila.
Amén abre el libro y lee constantemente la historia se fuma un sueño y luego grita en el cuarto abandonado y puramente blanco, donde los barrotes delineados y alineados por la mente y la idea la condenaron a vivir en una habitación de sombras, de cuerpos y nada. Sólo ella los veía y hablaba con ellos, les narraba su historia construida en el instante que leía el libro, les hablaba de su abuelo Remigio, de los caballos y jirafas que tenía en la finca cerca del oasis de Nazurem, y las veces que su abuela Jana corría desnuda por la intemperie de los cielos oscuros y las arenas frescas, en busca de un esclavo negro que dormía en los remotos sueños de Cleopatra. Dice que Herón y Zilava se durmieron un día que los dos corrieron por las aceras de una ciudad desconocida en los tiempos que ella visitaba dormitorios ajenos. Hace algunos comentarios de Sabrina y Maño no como un recuerdo que vivió sino como su próximo relato, su nueva vivencia, su posible encarnación después de alejarse un poco más de la tortuga que la observa descaradamente a través de los papiros del viejo Gamaliel.
Recordarán que los escritos encontrados en las manos del cabo Matías la tarde de invierno, con cielo gris y anuncios opacos, no se escribieron en los talleres de la vieja Quinti, esos manuscritos se perdieron de los cajones del ilustre templo de los tomasinos que cantaban con los labios heridos, porque creyeron que Aristóteles les daba el sentido lógico de afirmar la fe en Dios por medio de la razón. Saber realmente lo que sucedió en los cauces del río Nilo y hallar la cana que desapareció de la cabeza de Moisés, es llegar a saber la verdad sobre Amén y como mientras observa una tortuga dibujada en el papiro puede llegar a ser Sabrina viajando de siglo en siglo, siendo y no siendo. Por eso Amén lee el libro antiguo, las novelas europeas y americanas, lee a los filósofos clásicos, los alemanes, incluso algunos franceses, encuentra que Sabrina también los leyó. Ya la conoce y tiene los dedos, los ojos, la piel, que demostrarán en un tiempo inenarrable que es realmente Sabrina, que su vida estaba cayendo lentamente como una poesía escondida en los fragmentos sólidos del viejo reloj de arena que Cronos da vuelta sin parar, y nadie podrá dudar desde ayer, desde hoy o desde mañana, de su existencia.

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