jueves, 8 de julio de 2010

LA HUIDA




Había decidido marcharse cuando la cortina se cerrara y la oscuridad flameara en las paredes de la casa. Cojeaba de su pierna izquierda y en su mano derecha llevaba unos guantes de cuero sin pulir; observó por última vez la pica al lado de la cama y, la pala tirada en el suelo de la sala, salió al patio tomó tierra y la guardó en una bolsa negra. Una lágrima danzó por su rostro cayendo al piso formando una diminuta laguna que después de unos segundos la brisa y el calor secaron sin dejar rastro.
Tenía que coger el camino más cerca, dejar atrás cualquier cosa que lo hiciera prisionero, entonces decidió que era necesario correr al campo donde le sería fácil esconderse y, nacer en un medio diferente que no fuera tan trágico como del que huía. Una estrella en el cielo diáfano empezaba su canto de descenso y una luz lívida reflejaba una sombra lacónica que se diluía en medio de los arbustos, las huellas seniles de sus pies se esparcían como el rocío, en una tortura amorosa sobre la arena recién humedecida.
Aquella batalla había sembrado una estela de cadáveres que eran pisoteados por la fría sonrisa de unas enfermedades estériles, que tenían aspecto de alimañas dulces, formadas en un laberinto de oscilaciones anormales, llenando de vaguedades cada tramo de tierra que pisaban. Aún el recuerdo rojo escarlata de la pica que se secaba lentamente y, los ojos de angustia que lo observaban, haciéndolo sentir culpable de cada mirada que se perdía en las fosas de las tinieblas, seguían con él y su marcha; el camino le cantaba la canción del viajero, el canto de su partida.
Por momentos sentía la pérfida alucinación de la noche anterior, librando una lucha feroz por permanecer en la certidumbre acongojada que lo llevaba hasta el final de la jornada, la locura de aquel instante se restregaba en sus evocaciones y, escuchaba las agonías vagabundas de los tiempos postreros, se mantenía de pie con una ilusión radicada con la soberbia de sus propios deseos, desnudando mujeres para luego penetrarlas con la mofa sediciosa del fugaz momento que caía por las sábanas, absorbiendo la hez de frutas podridas y dibujando en sus ideas la horca de cuello dorado. Sus ojos se perdían en la grosería infinita de un cielo manchado y preñado de sueños sin locos, con pintores errantes que matan a dioses vestidos de putas y cabalgan en medio de la danza, llevando una vida de idiotas, de esclavos leprosos que cargan la derrota de los mares perdidos en los desiertos glaciales.
Seguía con la bolsa negra en la mano. La distancia lo observó y un árbol seco se dirigió hasta él, sin perderlo de vista mantenía la esperanza de caer en la destellante bruma de sus días. Antes de llegar al árbol lanzó un escupitajo sobre la tierra como vomitando su propia naturaleza, su propia raíz; era el momento de comenzar a dar el paso final sin poseer ningún remordimiento y ufanado por lo acaecido. Tomó una tira de seda y la llevó hasta una rama, entonó la canción de cuna que su madre solía cantarle en las noches de trueno, hasta que él cumplió treinta y tres años; empezó a crear en su mente las odiseas que había vivido, con el pedazo de seda que sobraba como un ágil artesano elaboró una fina cadena que puso en su cuello.
Vio resplandecer los últimos astros en el orbe, su mirada se opacó con un sueño de abismal descanso, sintió el dedo suave de una mujer invisible que le cerraba los ojos y le narraba una leyenda de viajeros a caballos que huían de la necesidad de morir, sus labios dejaron ver la sonrisa fresca de demonios desnudos, la última sonrisa para luego dejar que un sol diminuto explorara su sueño y dejara que la luz lo despertase, para saber que ya no estaba en el sitio del que había huido. Allí encontró los rostros inyectados de sangre y llenos de angustia que lo hicieron recordar la pica y la pala que dejó abandonadas en la sala y cerca a la cama y, esos mismos ojos lo devolvieron a un árbol seco que poseía un olor nauseabundo, mientras los gallinazos coreaban la canción de la comida y satisfacían su hambre de locura.

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