Un momento con Virginia
Es bien sabido que para leer, que sé yo, por ejemplo un libro como en Busca del tiempo perdido de Marcel Proust, es necesario poseer cierta lógica, lógica desde luego que sólo uno puede descubrir yendo al alma del mismo libro, y eso desde luego nos remite a cierta destreza, frente a cómo el autor nos va llevando de la mano, en su laberinto de imágenes, de formas, de voces que acallan al autor, y simplemente emerge del libro todo aquello que es capaz de comunicar la profundidad que finalmente se conjuga con el acto de la escritura. Para Virginia Woolf, y para hacer explicito el tema que nos ocupa esta tarde, de ¿cómo hay que leer un libro?, ensayo que por demás es un acto de escritura, de voz que nos recuerda paisajes que posiblemente ella estaba viendo en el momento en que lo escribía, nos permite para esta ocasión hacer un acercamiento viendo, lo que para ella significa, y lo que hay que tener en cuenta, a la hora de plantarse frente a un anaquel apestado de libros y asumir en rigor la tarea que lleva al lector a hacerse participe de un viaje que muy seguramente le permitirá, a ese lector anónimo, y a nosotros también adentrarnos en el fiel bosque de espesuras que en toda naturaleza existente: ya sea en un libro de narrativa, poesía, Novela, o de historia.
Hay dos momentos en el ensayo de Virginia a los cuales quiero referir en concreto, sin olvidar por supuesto un principio enorme y muy importante para la autora; me refiero a que no “sigamos concejo alguno, que sólo sigamos nuestros propios instintos”[1] a la hora de tomar la decisión de hacer una lectura juiciosa. Empecemos analizado lo que para ella significa y tiene además en principio, o sea el de abrir nuestra mente, el de hacer un ejercicio que por ser bello, conlleva a que ese lector dispuesto para leer tenga en sus manos la posibilidad de comprender, de interrogarse si es posible, pero sobre todo el de caer al torrente de imágenes que necesariamente nos tienen que conducir a percibir las impresiones que el autor nos regala por medio de su libro. Dejarse zarandear como dice la autora, “ser arrancado de un terreno”, ser puesto por demás en la espesura de esa posibilidad que encierra todo libro, tiene que ser a mi modo de ver, el primer principio que mueva al lector para que haciendo uso de la imaginación, de los recuerdos, como lo hace Proust, se vaya sumergiendo poco a poco en el lenguaje, en el universo, que todo autor utiliza para describir por medio de imágenes y momentos existentes, ya sean reales o imaginados, los lugares por ejemplo, donde él crea y concibe la obra.
Para Virginia la tarea del lector además ser una travesía solitaria, compleja y difícil de hacer, pues se está expuesto a que el leyente termine extraviándose, es un ejercicio que sólo el lector descubre en la intimidad de la iniciativa misma de leer, es decir, que para estar uno frente a ese primer momento, el cual consiste como decíamos en abrirse paso, en el “caudal de impresiones” que va proponiendo el autor, en abrir por así decirlo la memoria o la mente, está el hecho mismo de la posibilidad que se tiene de escoger, de participar de la lectura siendo artífice, creador, renovador, con el autor recreando de nuevo ese mundo que yacía dormido, en libros de toda clase que hay en una biblioteca como los que ella describe en el texto, el lector deja su propio espacio, para ir en pos de otros que en tanto que nuevos, permiten hacer esa solidificación como dice la autora, en donde nuestra realidad se conjuga con el despertar de cierta conciencia, que anima al lector a tomar partido en la construcción de una realidad que a penas uno retorna de esa dimensión escrita nos afecta y nosotros, al ser afectados, cambiado de algún modo el mundo que nos contiene hacemos posible el acto lectura escritura, acción que separa al hombre del resto de los animales.
Al leer un libro tenemos de antemano la posibilidad de continuar sin que pase nada, sin que nos afecte en lo más mínimo, pero para Virginia ese espacio vacío que supondría que un lector desprevenido diga que tal lectura, no le afecto en lo más mínimo, no existe, pues dice ella: “De repente sin que lo queramos, ya que esta es la manera en que la naturaleza lleva a cabo semejante transiciones, el libro regresará a nosotros, aunque en forma diferente. Flotará hasta la parte más alta de la mente, formando un todo”. Hasta aquí vemos con cierta claridad ese primer momento que para virginia representa el arte de leer, como todo arte, el artista, o sea, el lector tiene un mundo nuevo por descubrir, de recorrer de sentir, de recrear, de continuar de alguna manera, de hacerlo explotar en la conciencia y finalmente en comprenderlo, en hacerlo suyo nuevamente y finalmente llevarlo consigo a donde siempre vaya ese lector consagrado o no a la lectura.
Para Virginia el autor tiene tras de si una realidad a la cual le toca acercarse, y hacerle una aprehensión por medio de los personajes que animan cualquier historia digamos en el caso del cuento de La cortina de la niñera Lugton, siente uno que está en algún lugar de Inglaterra, en un caserío de mil ochocientos o principios del novecientos, en un bosque plagado de animales salvajes, porque un personaje como la niñera Lugton los tiene preso, como resultado de una espacie de subrealismo en una cortina que cuelga de sus piernas cuando ella duerme. Siente uno la cadencia de la historia y eso es lo que según virginia todo autor debe lograrse en definitiva como lector por así decirlo desprevenido, pues como decíamos para ella no hay reglas para leer.
El otro momento al cual quiero referirme y que es fundamental: se trata de ese espacio, ese otro instante final que uno como lector va entendiendo también, en el caso que nos ocupa hoy, digo que Virginia le da un tratamiento tan complejo y difícil como el primero, decíamos que ese primer estadio se completa cuando hemos abierto nuestra mente y nuestros sentidos al libro, al autor, a los personajes, a los lugares que vuelven a tener vida gracias al lector, como diría Borges, no menos atroz que el arte de “juzgar y comparar”; para la autora juzgar y comparar, tiene el doble sacrificio de tomar como bueno o como malo cierto libro, -para ella-, ahí radica la complejidad, porque lo que para mí puede ser de total agrado, o de total fantasía, para otro puede que no represente ninguno de los dos estadios anteriores y se termine sacrificando a las fabulas de La Fountine como fofas y a-históricas, -para citar un ejemplo- porque ya los griegos hicieron ese mismo ejercicio. Precisamente allí radica la complejidad, porque el autor logra recrear de nuevo [caso La Fountine] su mundo gracias a la posibilidad que le brinda el arte de juzgar y comparar, pero él no se queda como un lector más, sino que pasado un tiempo histórico se articula de nuevo, por ejemplo él critica y escribe su cultura política de su entonces, a través de la fabula.
Para Virginia es de suma importancia el gusto por la lectura, “nuestro gusto” dice ella, nervio que además se articula y se fundamenta en la rigurosidad que se debe tener y se tiene frente al acto mismo de hacer una lectura desprevenida en un primer momento; decíamos A la busca del tiempo perdido (Proust), a modo de ejemplo. En tal sentido uno llega a ese segundo momento con otro sentido, se trata de un sentido práctico que cuando comparamos, hallamos cualidades que determinados libros nos obsequian y de allí nace entonces nuestro gusto. Y sí a mí por ejemplo, me preguntaran, cuál es ese género que más te gusta, yo tendría irremediablemente que decir: que todo aquello que contenga el generoso tiempo como sustento en una obra literaria, son indudablemente de mis lecturas preferidas. Juzgamiento y comparación, unido todo a una compresión de autor/lector, junto a aquello que nos tome por sorpresa, lo podemos constituir como el arte de la lectura. Debemos equiparar además el hecho que la lectura misma, y los autores mismos nos van permitiendo desarrollar, hasta que logramos hacer una comprensión, casi total, honesta y sin el despropósito, como decía la autora que tienen a veces los periodistas, o los resúmenes de página que se hacen en alguna revista o periódico, de dar la ultima palabra sobre una obra, una sentencia que mal podría negar la posibilidad a otros de conocerla.
Leer es ante todo un servirse de las imágenes, de los recursos que la naturaleza nos ofrece y que de alguna manera, por extraño que parezca, se convierten en vivas cuando el lector las hace suyas [me refiero a la novela] ya sea en la conciencia o en la mente, y no sé, se me ocurre también cuando son llevadas, al cine, o al teatro e inclusos a la música. En el caso de la poesía y en otras como la narrativa, el autor desconoce finalmente que impresiones puede que ocurran en la mente de cualquiera que lea su obra. Ese abismo, lo tenemos que salvar y lo salvamos sólo, eso lo da a entender Virginia, cuando se logran hacer obras maestras que perduran en el tiempo, y se hacen grandiosas en la medida en que podemos despertar de nuestro sueño, sabiendo que estamos todos aquí presentes, en nuestras realidades y contingencias asumiendo nuestro rol de lectores primarios de cualquier obra, y razonar o comprender como lo hace explicito Gadamer en su libro Mis años de Aprendizaje, “que nuestra única labor como lectores, es la de dejar llevarnos de la mano por nuestro maestros, aquellos que yacen en medio de tantos libros que muy seguramente desconocemos, y que en algún momento de nuestra vida tocaremos a sus puertas para que nos dejen entrar y habitar con ellos en su realidad”, ya pasada y actualizada por todos nosotros hoy aquí al recordarlos de un modo u otro: Virginia, Proust, Borges, Fontaine o nuestro querido Gabito…
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